Manuel Valero.- Fue la primera basura estelar de la televisión. Millones de personas se pegaban a la pantalla como ventosas. La combinación de humor grueso, de cierta crítica política para darle un pellizco de perfume al estiércol, la desinhibición grosera de los colaboradores que andaban por el plató como en su casa, hasta el punto del erupto digestivo, la confidencia soez y, sobre todo, el rapapolvo al que era sometida la víctima de turno, convocaba en los hogares a un ejército de televidentes que eran otros tantos consumidores potenciales de los productos que se anunciaban, bien directamente, con la genuflexión del presentador ante la marca, o bien con cortes comerciales cada vez más largos. Alto Voltaje fue el programa que dio a conocer al gran público a Irene Cruz, hasta ese momento una chica rica, liberada y caprichosa, que de vez en cuando aparecía en las páginas de las revistas del rosa amable.
Peinado iba de las revistas al ordenador. Consultando unas y otro fue elaborando toda una historia de bajezas humanas tan vendible y exportable por aquellos años. Lo de Trapos Limpios… ¿o no? era la lógica consecuencia de una desmán que ningún Gobierno se atrevió a moderar por temor a ser tachado de censor. Miró de nuevo el reloj acuciado ahora por las prisas. No quería llegar a la hora de “levantarse” sin una sinopsis lo más clara posible de las peripecias de aquella muchacha malograda que sonreía inocentemente desde las páginas de aquellas publicaciones. Estuvo a punto de rebuscar algún cigarro perdido de cuando sus tiempos de fumador compulsivo, pero se autodisuadió con una palmada en la cabeza. Miró por la ventana. Todavía llovía, y bastante, tal y como pronosticaron los expertos del clima. Fue a la nevera y vació de un buche un vaso de zumo. Se sentía nervioso, como si el pálpito pliniesco que lo llevó a inspeccionar el lujoso apartamento de Lobera estuviera a punto de cobrar sentido. Lo intuía, pero aun le faltaba el cabo por donde tirar. Y de nuevo ante el ordenador y las revistas que le bailaban en las manos, una, otra y otra, hojeadas con energía eléctrica, leyendo y releyendo, anotando datos y aspectos del texto que le llamaran la atención. Se hizo con un esquema lo suficientemente coherente como para investigar por esa línea ante el hecho evidente y probado que presentaba a la hija de un gran industrial hallada muerta en un hotel de carretera, que antes había pasado por el programa Alto Voltaje que presentaba… él, Tony Lobera. Seis años atrás, pero y qué. La policía está para investigar, que fracase en el intento no quita mérito al trabajo de los agentes, están para eso, y por eso cobran del contribuyente.
Cuando Peinado tenía en la cabeza la secuencia clara de la historia de Irene el sol comenzaba a soldar algunos puntos de la pared de la habitación. Había dejado de llover. Abrió la ventana y aspiró el aire purificado. Apenas unos cuantos coches por la calle y los primeros convecinos que iban o regresaban del trabajo. Se sintió bien, casi exultante. No había conseguido un encaje exacto entre Irene y Tony pero algo le decía que husmear en esa dirección siempre sería más provechoso que desestimar esa posibilidad. Se metió en la ducha y se estuvo mirando la alcachofa un buen rato, hasta echó un par de sorbos de agua caliente… Cuando se vistió miró de nuevo las revistas, cogió un bloc de notas donde había apuntado cosas, se ajustó la pistola y llamó a Ortega.
-¿Te importaría recogerme, poli? Tengo dos cosas que hacer, una convidarte a desayunar y la otra contarte algo que quizá nos pueda interesar-, dijo y colgó.
Antes de salir recogió las revista que informaban del suicidio de Irene y estiró un poco la cama. En la calle notó la humedad del aire refrescarle los pulmones…