Fermín Gassol Peco.- Días pasados me he dedicado a visitar algunas cuevas del norte de España. Penetrar en los “sótanos” profundos y hermosos de la tierra, bordear simas inmensas en las que bien pudieran caber catedrales, conocer cómo vivíamos hace cien mil años, pisar donde nuestros antepasados lo hicieron. Permanecer en ellas y admirar la belleza de ese mundo intemporal sobrecoge, es como parar el tiempo. Cuando regresas de nuevo la luz del día y a la realidad actual, piensas en la fugacidad de nuestra existencia.
“Como pasa el tiempo de deprisa”; esta frase es muy frecuente escucharla en labios de los que tienen ya la vida más que mediada. Como si el tiempo fuera ese aire que nos abofetea mientras viajamos cuando sacamos la cabeza por la ventanilla. Ese aire que siendo jóvenes aspiramos con energía pero del que nos guardamos cuando nuestras vidas son ya una costumbre. Esa idea benévola de que “pasa el tiempo” es la manera más ingenua de sobrellevar el paso de nuestros días porque desgraciadamente no pasa el tiempo, pasamos nosotros, pasa el tren que con su movimiento crea esa falsa sensación de ventolina que no existe. El tiempo es algo que el hombre se ha inventado para controlar sus días con la mejor intención, pero esta medida cuantificadora no le ha servido sino para atenazar su vida porque lo ha hecho juez y parte de su propia vida; juez monótono y parcial que dosifica su efímera existencia.
Decía al principio que escribo estas líneas tras haber visitado alguna de las numerosas cuevas que han permanecido intemporales al paso del tiempo durante millones de años. ¡Millones y millones de años de eternidad terrena! Ajenas a un tiempo del que no tuvieron noticia hasta que el hombre las descubrió violando su clima ancestral y las llenó de un aire extraño y ajeno, las llenó de tiempo. Las fotos, dicen, perjudican la belleza de las estalactitas y puede que sea verdad, sobre todo para el negocio que se mantienen en las tiendas de recuerdos; lo que de verdad es nocivo para estos testigos de la eternidad terrenal es la presencia del tiempo en el vientre virgen que las contiene a través de la puerta abierta por el hombre. En el seno de la tierra “siempre, ha sido siempre”. Es el tiempo el que nunca ha sido nada.
Siendo el hombre un ser fugaz sobre la tierra, empeña sus efímeros días en medir la longitud de su existencia. Parar el tiempo para el hombre es ya imposible porque ha hecho de su vida una absurda cuenta atrás. Quizá el único remedio para superar sus coordenadas temporales sea quedarse a vivir en las entrañas de la tierra como una estalagmita más y decirle al tiempo, permanece ahí fuera; y cerrar la puerta para siempre. Las cuevas contienen en su seno el secreto de la intemporalidad, de la existencia, “del siempre”. Las cavidades que aún permanecen sin ser descubiertas por el hombre, por el tiempo, esas, aún mantendrán en su interior la quietud de una atmósfera de eternidad.
Fermín, tío,eso de que «En el seno de la tierra “siempre, ha sido siempre”. Es el tiempo el que nunca ha sido nada»….lo encuentro original.
Querido antepasado, como dijo Jacques Prévert: «Millones y millones de años y todavía no tengo suficiente tiempo para describir ese pequeño instante de eternidad en que colocas tus brazos alrededor mío y yo coloco mis brazos alrededor tuyo».
El amor, lo único que a la luz del sol es atemporal.