Si hubo una mujer cuya sensual belleza autodidacta lo suplió todo, talento justo para la interpretación y una voz mediocre salvada por su personalísimo timbre portuario, esa fue Sara Montiel, la primera en abrir brecha en Hollywood y en codearse con los grandes iconos del cine, lo que maceró definitivamente su proyección internacional y un divismo que la acompañó durante toda su vida. Sara Montiel más que divina fue muy terrena, y carnal, muy carnal, tanto que se diría sin huesos, pero cometió el error de vivir de unas rentas que si bien le fueron rentables, la presentaban a cada día con los estragos de una acartonada decadencia maldisimulada con un maquillaje tan copioso como impresionista.
En cierta ocasión, una famosísima actriz dijo que, traspasada la frontera de los años lozanos, cabían dos opciones: desaparecer de la vida pública o seguir en ella sin tratar de suavizar los estragos del tiempo envejeciendo naturalmente. No fue el caso de Sara Montiel que permaneció vestida con su propio disfraz. Sara fue efectivamente una estrella, una superstar de su tiempo, una mujer hermosa, voluptuosa, la amante que todo bien casado del franquismo hubiera querido tener, la femme fatale... todo un fenómeno social que dio la vuelta la mundo y la hizo rica. Lo que ocurrió después fue la abducción de su propio personaje que se resistía a envejecer.
Sara Moniel fue rescatando con los lustros a una María Antonia Abad, en ocasiones rayando la cutrez cuando su vida acabó siendo mercancía fungible de los programas basura, de la mano de un petimetre caribeño. Sara Montiel fue grande y quiso ser grande y hubo quien quiso aprovecharse electoralmente de su grandeza como el inefable José Bono, aunque nada haya que objetar a la Medalla de Oro de Castilla La Mancha que le fue impuesta en 2008. ¿ A quién si no? Guardo un recuerdo remoto de la primera noción que tuve de Sara Montiel por que le gustaba mucho a mi madre y a las modistillas que suspiraban cuando se la oía en la radio con su voz de cazalla salteada por el sonido de fritanga de las radios de antaño. De adolescente, mis gustos y mitos tomaron otro derrotero. Pero el tiempo de la coetaneidad me dijo que hubo dos Saras, una primera, hermosa, voluptuosa, estrella, insolente, mundana, de grandes amantes y grandes maridos y maridos medianos, con una carrera cinematográfica digna de un currículum sólo para los elegidos para la gloria; y otra Sara, impostada, a veces desasoseganteremte patética, que trataba de vivir suspendida de por vida al humo de un cigarrillo espeando el regreso imposible de los años. Al fin y al cabo, Sara vivía de ella misma, que es de la mejor manera que se puede vivir. Afortunadamente la técnica ha hecho posible que podamos recurrir a la Sara de los años de esplendor siquiera para olvidar a la Sara de los malvados platós de la patética víscera, de recrearnos en aquella Sara de arrebatador rostro y en la increíble belleza de la criptanita más universal. Y terrenal, tan terrenal como fieramente carnal, y tan carnal como si no tuviera huesos. De divina, nada. Una diosa no fuma, ni vende violetas como lo hizo ella.