Manuel Valero.- Mi abuela Casilda me solía decir que la gente que alardea de algo cojea. La sabiduría de las viejas antañonas es como el vino: va cogiendo consistencia a medida que se acumulan los años. Esa clarividencia, ese análisis seco tan suyo, pervive hoy con la misma intensidad, a poco que uno se detenga a reflexionar sobre lo dicho y mirar alrededor.
Una de las primeras consejas que me dio es que el agua había que beberla fresca, no fría. Y todo porque me vió triturando un pedrusco de hielo de Florían (yo descubrí el hielo en Florian, en la fábrica de hielo que muchos años después habría de recordar en este artículo) para llenarme un vaso. Teniamos un vecino que se pavoneaba de atuendo y hacienda para marcar una raya frontera entre su excentricidad y el proletariado minero del barrio. Y le aplicaba la implacable sentencia centenaria: la vanidad, yuyo malo que envenena toda huerta, no es sino la tapadera de una pierna contrahecha. Y vaya si cojeaba.
Siguiendo con sus impagables clases de filosofía doméstica, mi abuela me aleccionaba sobre la mejor conducta, y como es normal, no le solía corresponder con el ejemplo. Cuando me desviaba de la linde, que fueron muchas veces, mi madre ahogaba las lágrimas, pero mi abuela, más entera, esposa de minero, mi abuelo Paco, un hombre de rectitud mineral al que no conocí sino de referencias y con el que tuvo seis hijos, corregía el yerro con sus sentencias milenarias a sabiendas de que las mismas florecerían muchos años después junto al recuerdo del descubrimiento del hielo.
Una vez la escuché decirle a mi madre que yo iba a ser el cordel de su garganta. En ese momento noté una punzada en el corazón, pero no he vuelto a escuchar una definición más profunda que aquélla para describir al hijo descarriado. Pero volvamos al alarde, que sin darme cuenta ya está uno alardeando de abuela. Había otra señora beata y de postín de las de alarde en la iglesia. Hablando con mi madre, ésta le dijo a su madre, o sea, a mi abuela, «hay que ver, madre, lo que reza la Demetria«. Pero mi abuela le contestó a su hija, esto es a mi madre: «En la Iglesia, hija, que en otro sitio no sabemos». Certera sin floripondios. «Que como se es la iglesia hay que serlo en la casa»… Eso que me sonaba a chino mandarín, hoy está descrito en un perfecto castellano, dicho sea sin alarde, sino en el sentido de la comprensión: es la reproducción popular del fariseo de toda la vida, de todos los tiempos, de todas las circunstancias.
Hay ejemplares que van en primera línea de pancarta reivindicando justicia para los débiles y en cuanto dejan la lona contestataria se ocupan unicamente de alimentar su exigente estómago. El alarde ronda a escritores, políticos de ayer, políticos de hoy, políticos, ay, de siempre, huelguistas de hambre pero menos, cineastas de postín que exigen lo social por allá y distraen los dineros por sicavs. Cuando los veo me acuerdo de los cojos que decía mi abuela. Y ahora la entiendo. Vaya si la entiendo.
Estimado en la distancia Manolo. Tengo un nuevo amigo, un joven de 88 años y pico, de nombre Joaquin Holgado, que hace referencia al cumplimiento de un ciclo con los 37 años democráticos que llevamos vividos, y la exhuberante plantilla política que todos los españolitos debemos pagar y sustentar. no es de recibo que un alcalde de un pueblo pequeño cobre más que un ministro o un jefe de gobierno. ¿Dónde ha quedado el servicio público? ¿El luchar por las mejoras laborales y sociales? Mucho me temo que en la cifra de un cheque o en la firma de un buen contrato. ya no buscamos un trabajo, buscamos el siguiente paso: ¡yo de mayor quiero ser liberado!
Algo tiene que cambiar. Hemos llegado a un punto de la vuelta del pan y circo para olvidarnos de los recortes a las ciencias y a la cultura. Para olvidarnos de subidas desmesuradas de impuestos y reducciones atroces de mejoras sociales.
la crisis ha sacado los mejor y lo peor de las personas, y l oque es peor, a todo el mundo le da igual.
Algo tiene que cambiar, radicalmente y pronto.