José Agustín Blanco Redondo. Reseña del poemario “Unos ojos de lluvia”, de Juana Pinés Maeso.– Unos ojos de lluvia es el poemario con que la escritora manzanareña Juana Pinés Maeso obtuvo el XLV Premio de Poesía 2015 “Pastora Marcela”. Publicada por el ayuntamiento de Campo de Criptana en 2016 e ilustrada por Alba Baeza Pinés, esta obra de diecinueve poemas sin nombre comienza con unos versos que admiten e incluso ruegan la mentira como prevención del desamor: “…miénteme, miénteme, dime tan sólo / que para ti yo soy el sol de junio / que empieza a sazonarte los frutales…”. Es el amor ciego, quizá obsesivo, el amor dependiente, crédulo, adicto a naturalizar el fingimiento y la falsedad de la persona amada con tal de no perderla. Como perdida estaba una carta manuscrita y sin fecha que la autora encuentra entre el silencio de las páginas de un libro. Es una hoja descolorida por el tiempo, una historia que Juana Pinés expresa en un poema narrativo envuelto en una delicada atmósfera de añoranza, memoria y sentimiento: “Era una simple carta / como una mariposa disecada, / … cuyos trazos tenían / color de hierba muerta”.
El poder seductor de las palabras y los versos se trata en otro de los poemas. Es un proceso lento, minucioso, casi imperceptible, pero tenaz en su objetivo de atraer y redimir a la persona amada: “…porque ansiabas perderte para siempre / en todas mis palabras con aroma / de anochecer de lluvia y mandarina”. Este proceso es casi un prodigio que modela el amor desde antes de su alumbramiento para lograr que la noche y la tristeza se conviertan en alborada plena de luz y vida: “Sin embargo yo te nací a la albura. / Fueron mis manos las que te dieron forma. / Fue mi mirada, dulcemente marina, tu bautismo de luz para tu noche triste”.
A diferencia del poema inicial, la autora renuncia, ahora y con decisión, a las servidumbres de un amor tóxico, alienante, deletéreo. Prefiere la soledad a la muerte. Prefiere el desamparo y la ausencia. Prefiere renacer para vivir: “Y cuando pase el tiempo del luto y del olvido / tal vez pueda encontrarme / en todos los fragmentos / de mi vida…”
“La distancia no siempre conduce al olvido” es el tema del poema VII. Para la autora, la inmensidad del mar en los estíos es la metáfora de una distancia que, al contrario de lo que podría suponerse, representa la perpetuidad del amor. Pero el temor a que el amado la olvide sigue ahí, mientras ella espera que el otoño regrese y el mar se apague: “…temiendo que apagaras / tu sed en otro aliento / y que se te olvidara la humedad de mis labios, / o que ya no dejaras tus manos / resbalar por mi pelo…”.
“Unos ojos de lluvia” canta al tránsito de la indiferencia hacia un amor entreverado de eternidad tras el ensalmo de la primera mirada: “Y de pronto / te anegaste en mis ojos / con vocación de océano / y vi que naufragabas / en la luz de mis párpados…”.
“Unos ojos de lluvia” canta al tránsito de un corazón montaraz, extraviado, vagabundo hacia un amor sedentario que promete alojarlo para siempre en la estela de sus ojos: “…sin saber que era yo la única patria / que había de acogerte / y donde nunca más serías extranjero”.
“Unos ojos de lluvia” canta al tránsito del amor desde el vértigo del vacío hasta el fondo de sus ojos, hacia una fidelidad consensuada, imprescindible, sin retorno: “…así tú te arrojaste al fondo de mis ojos, / esos ojos de lluvia / donde nunca anochece”.
La autora expresa en sus versos fragilidad y ternura, incertidumbres y flaquezas, pero también, cuando se requiere, voluntad y determinación. Es un ser humano el que escribe, nos emociona y nos hace partícipes de su lírica más íntima.
Hay en el poemario versos que cantan a un encuentro definitivo después de tantos amores pasados y tal vez traumáticos: “Viniste, como el viento / desnudando los álamos, a ocupar los resquicios / que otras manos dejaran”. Versos que son imágenes nítidas, reconocibles, contundentes —lluvia que me calara, huracán sin refugio, buscando otras sequías— y que anidan sin esfuerzo en la conciencia del lector. Porque este amor indisoluble, permanente y simbiótico —como la aleación de cobre y estaño que alumbra el bronce—, es descrito por la autora de forma magistral: “Yo estoy difuminada / en medio de tus ojos / igual que un pensamiento / que frunciera tu frente…”.
Juana Pinés ofrece al amado algunas instrucciones para cuando él decida retornar —que sea en octubre, que traiga el sol entero dibujado en la frente y un enjambre de besos en los labios—, algunas reglas sencillas, pero exigentes, precisas, anticipadoras de lo que debe suceder: “…ven dispuesto a prenderte / del vuelo de mi falda / a quedarte en mi talle / viviendo para siempre…”. Una vez reanudada la relación, ella sabe que habrá presagios de ausencia, días de incertidumbre y silencios, días de sombra y desmemoria, días de inercia y también de ese estupor que ocasiona el ignorar los sentimientos de la persona amada: “Apenas distinguía / si te estabas muriendo / de tanto no tenerme”. Porque en ocasiones encuentra mezquindad en las palabras y actitudes del amado. Desconoce sus sentimientos y la veracidad de sus afectos. Le reprocha sus silencios mientras ella sufre, y espera, y reclama: “Es por eso que vivo esperando palabras / que jamás me dijiste…”.
El poemario concluye con el retorno de la mirada. Es la luz de entonces, nítida, virginal, la que regresa, una luz de pasado que se hace presente para conjurar el paso del tiempo en una recidiva benigna y perpetua de esa juventud ansiada —cuerpos arrogantes, piel como estela de caricias, voz como canto de caracolas, vientre de luna de estaño— y que Juana Pinés expresa con lírico convencimiento: “Mirémonos de nuevo / con los ojos de entonces / presintiendo un aroma / que creímos perdido / más allá del recuerdo…”. Quizá lo hagamos, sí, sería lo mejor, recuperar la luz de la infancia y la juventud para así arrostrar, con las pupilas iluminadas de tanta verdad, el día de mañana.