“El viento había decretado una tregua y un sol decididamente veraniego ponía reflejos de charol en las calles de la ciudad”
LEONARDO PADURA FUENTES
(Escritor habanero)
Cuando Cristóbal Colón descubre aquella isla caribeña en 1492, la llamó Isla Juana, en honor al primogénito de los Reyes Católicos que entonces era heredero a la corona. Aunque en algún momento también la llamaron Isla Fernandina. Sin embargo, pronto el propio Colón la llamará Cuba tal como la denominaban los primeros pobladores de la isla, los taínos.
En 1973, un periodista le preguntó a Fidel Castro: “¿Cuándo cree usted que se podrán restablecer las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos?”, y Castro respondió con ironía: “Estados Unidos vendrá a dialogar con nosotros cuando tenga un presidente negro y haya en el mundo un papa latinoamericano”. Aquella respuesta provocó las risas de los periodistas.

Aunque esta profecía tan rocambolesca acabó cumpliéndose cuarenta años después, cuando siendo presidente de los EE. UU., el afroamericano Barak Obama, se inicia el desbloqueo de la isla caribeña. Además, en el año 2015 el papa Francisco —argentino de nacimiento— visita oficialmente el país caribeño. Y Fidel Castro vivió para contarlo.
Ante la posibilidad de la inminente apertura del régimen cubano al resto del mundo y de la previsible avalancha de turistas e inversores norteamericanos y occidentales en general, —lo que seguramente provocaría la transformación de la fisonomía urbana y de la vida de sus gentes—, decidimos visitarlo antes de que todo aquello lo hiciera irreconocible.
En julio de 2016, llegamos a La Habana y nos alojamos en la zona Vieja en el Hotel Plaza, construido a finales del siglo XIX por la nobiliaria familia Pedroso, procedente de Alcalá la Real. Aquel alojamiento nos ofrecía las carencias típicas de un régimen que parecía no estar cuidándolo como requería un edificio tan emblemático de la capital cubana.
Un primer paseo por la capital nos mostró un aspecto más que desolador y propio de una capital recientemente bombardeada, —como las de los Balcanes de los años noventa o las más recientes en los países de Oriente Medio—, con edificios desconchados, ruinosos y aparentemente abandonados, en los que se acumulaban escombros y basura, donde había muchas familias de aspecto humilde que moraban en ellos.

Después de un largo recorrido a pie, llegamos al famoso malecón habanero, en el que llamaba la atención la poca afluencia de gente en sus paseos. De vez en cuando, circulaban junto a la rambla algunos vehículos destartalados de los años cincuenta que, reparados y bien lustrados, proporcionaban un servicio de taxis compartido a los pocos turistas que recorríamos aquel paisaje, que nos ofrecía una espléndida puesta de sol.
Al día siguiente hicimos una visita por la ciudad. Recorrimos las calles del centro. Llamaba la atención la actitud y el aspecto de algunas de sus gentes. Una viejecita, sentada en el poyete de una puerta, fumaba un habano de gran tamaño. Ella se dirigía a los viandantes con descaro, llamando su atención. Su atuendo lo componían ropas multicolores y llevaba sobre su cabeza un pañuelo amarillo que le recogía el cabello.

Como pude comprobar en China, los regímenes comunistas prohíben la mendicidad de sus ciudadanos. Pero en La Habana las carencias de sus gentes eran más que perceptibles. Su aspecto famélico y su modestísima vestimenta nos las mostraban. Algunos, con mucha discreción, se acercaban a los turistas para pedir que les compraran leche para sus hijos en algunas de las pocas tiendas para extranjeros que había en la ciudad.
En un local de una calle principal de la ciudad, había una carnicería que tenía varios trozos de res y de cerdo en sus mostradores. La carne no estaba protegida ni refrigerada y las moscas pululaban en aquellas piezas resecas, atraídas por su olor y por el calor húmedo presente en aquel ambiente tropical. La carne vendida se envolvía en papel de estraza, lo que me hizo recordar las tiendas de mi pueblo, El Toboso, hacía ya cincuenta años.

Cuando llegamos a la catedral, en la puerta había numerosas personas que esperaban no se sabe qué, o quizás estaban mendigando. Algunos parecían enfermos que presentaban lesiones características de la lepra en su piel, manos y pies. Esta enfermedad, otrora muy presente en la isla, —donde abundaron los lazaretos en los que se trataba de curar o por lo menos de aislar a los enfermos—, sigue afectando a los actuales cubanos.
Para el almuerzo acudimos a uno de los muchos paladares que había y que tanto se habían popularizado en esta ciudad. Son negocios por cuenta propia de ciudadanos particulares que brindan a los turistas un lugar donde les ofrecen sus servicios de restauración. En uno de ellos, en un hueco habilitado en el balcón de la vivienda y con vistas a una calle principal, tomamos un ajiaco, un caldo típico de la isla, y vaca frita cubana.
Diez años después de aquella ilusión, Cuba sigue inmersa en su melancolía.