¡No sois invisibles!

Desde siempre, las mujeres han sido el hilo invisible que trenza mi historia. Me han acompañado con la sutileza de una brisa que mueve las hojas sin que el árbol lo advierta, con la constancia del agua que, sin prisa, modela la roca.

Crecí creyendo que la igualdad era el estado natural del mundo, como si el equilibrio entre hombres y mujeres fuese una verdad inquebrantable. Pero la vida me mostró que no todos los caminos estaban tan bien trazados como el mío. Aun así, si algo aprendí de ellas es que no necesitan que el sendero sea fácil; si hay piedras, saben sortearlas, si hay muros, encuentran la forma de atravesarlos. La fuerza de la mujer no es estruendo, es resistencia. Es la paciencia de las olas que, tarde o temprano, desgastan el acantilado para que la costa se abra paso.

Pero esa resistencia ha sido puesta a prueba una y otra vez por un mundo que se empeñado en someterlas. La historia está llena de nombres que fueron oscurecidos por el miedo de nosotros, los hombres, a perder nuestro trono de supremacía. Podría nombrar a tantas, que me faltaría saliva. Mujeres como Rosa Parks, Clara Campoamor y Frida Kahlo han luchado por la igualdad, los derechos civiles y la educación de las mujeres. Mujeres que no se resignaron a ser notas al pie de página en un relato escrito por hombres.

Pero la historia no se reduce a los grandes nombres, ni mucho menos: taxistas, camareras, reponedoras, policías, doctoras, maestras, amas de casa y toda la lista de oficios que, al igual que un hombre, son capaces de desempeñar. Pasan frío, se enfrentan a peligros, aguantan desigualdades, risas, humillaciones, quizás no más que algunos hombres, e igual que cualquiera buscan ser reconocidas, aunque esos aplausos a veces tardan en llegar. Cada una, en su trinchera, demuestran que el mundo avanza también gracias a ellas y en muchos casos, sólo gracias a ellas. Porque cuántas cosas son posibles por su esfuerzo extra, y que con miles de pequeños pasitos cubren grandes retos. En ocasiones se hacen invisibles, y no las queremos ver, pero están ahí cuidando de nuestra sociedad, y sin reivindicar esos derechos que parecen obligaciones impuestas por la HISTORIA de la Humanidad y no su labor entregada y pocas veces valorada en su justa medida.

Yo me he sentido afortunado de crecer en un universo donde la sororidad no era una consigna, sino un lenguaje silencioso, un lazo invisible que unía miradas y gestos. Las he visto sostener el mundo con un equilibrio que desafía la gravedad. Se adaptan sin doblegarse, ceden sin rendirse, aprenden sin olvidar. Ellas han sido mis maestras sin proponérselo, mostrándome que la fortaleza no está en quien impone su voluntad, sino en quien sabe transformarse sin perder su esencia.

El tiempo me enseñó que la resiliencia es un arte que las mujeres dominan sin alardes: en la familia, en el trabajo, en la amistad, en la maternidad y en cada rincón donde han dejado su huella. Son el refugio en las noches frías y la brisa en los días de asfixia. Son la voz que calma y el grito que revuelve conciencias. Son las manos que sanan y las que empujan cuando el miedo paraliza.

Pero esa fortaleza no ha sido inmune al castigo. El mundo ha usado la violencia como su forma más cruel de sometimiento. La violencia de género, el femicidio, el abuso físico y psicológico son las cicatrices de un sistema que aún busca mantenerlas en la sombra. A lo largo del tiempo, miles han sido silenciadas de la peor manera: con la muerte. Incontables mujeres que hoy, en cada rincón del planeta, siguen cayendo víctimas de la misoginia que se niega a extinguirse. ¡Basta, estoy harto de negar lo evidente! Lo podéis llamar como os plazca, como os venga en gana, pero es violencia y una violencia que se extiende desde siglos, y que hoy, en la puñetera actualidad, sigue llenando nuestras retinas de muerte. Noticias que, día tras día, manchan de sangre y llenan los cementerios con cuerpos que han dejado de respirar por esa mano que cree que es superior a su víctima.

A través de ellas entendí que el amor no es posesión, sino entrega. Que la ternura no es debilidad, sino fuerza. Que la empatía no es sumisión, sino una forma sutil de cambiar lo que nos rodea. En cada historia que sucede, en cada mirada que me sostuvo, en cada gesto que me enseñó sin necesidad de palabras, encontré un mapa para entender la vida.

Viví en un espejismo donde la justicia parecía un suelo firme, hasta que los años desgastaron la venda y entendí que, fuera de mi oasis, la historia ha tratado de silenciarlas. Pero las mujeres nunca han necesitado pedir permiso para existir. Han hablado en susurros cuando las querían calladas y han alzado la voz cuando el mundo necesitaba despertar.

Pero no quisiera solo hablar de lo que falta, sino de lo que siempre ha estado ahí. De la manera en que han cincelado la historia sin esperar gratitud, de su forma de sostener el mundo con las manos desnudas y hacerlo girar sin exigir reconocimiento. Porque la fortaleza no siempre es un rugido de guerra; a veces, es una voz pausada que, sin prisa, cambia el rumbo del universo. He aprendido que su mayor don no es solo adaptarse, sino transformar, hacer del mundo un lugar más habitable sin pedir permiso. Y por eso, cada día, agradezco haber crecido a la sombra de su grandeza.

La sensibilidad femenina es un faro de luz en un mundo, a menudo marcado por la prisa y la indiferencia. Es esa capacidad única de sentir lo que otros callan, de percibir las pequeñas fracturas del alma y tender una mano suave para sanar. Las mujeres, con su delicada empatía, son guardianas del amor en sus formas más puras; no solo como madres, hijas o amigas, sino como seres que entienden el peso del silencio y el consuelo de una palabra justa. Su corazón, profundamente conectado con el sufrimiento ajeno, no teme abrirse para abrazar el dolor de los demás, sin pedir nada a cambio, simplemente porque en su esencia reside la fuerza de dar sin medida. Esa sensibilidad es un acto de valentía constante, una prueba de que el verdadero poder radica en ser capaz de sentir y, aun así, seguir adelante con esperanza.

Desde hace años, han surgido nuevas preocupaciones, esta vez como padre. Pienso en mi hija, en el futuro que la espera, y quiero creer que la historia nos ha servido de lección. Que el camino que recorreremos no es en vano, que todas las luchas libradas han sido la base sobre la cual ella podrá caminar sin miedo. Me aferro a la esperanza de que ella y que todas las que vendrán después no tengan que demostrar su valía una vez más y que el mundo ya haya entendido quién son, sin exigirle pruebas.

Porque si algo me han enseñado las mujeres es que son piezas moldeables de un gran puzle que cambia con el tiempo. Se adaptan, encuentran el modo de encajar sin perder su esencia. Los hombres, en cambio, solemos ser piezas rígidas, una forma que encaja o no. Y quizá ahí radique nuestra mayor enseñanza: aprender a flexibilizarnos, a escuchar, a construir juntos.

Estoy convencido de que el mundo no está completo si falta un fragmento, y ese fragmento siempre ha estado ahí, siempre ha sido la mujer que, al igual que el hombre, juntos conforman una realidad. Tenemos que concienciarnos. Nos toca a todos, como sociedad, resolver el rompecabezas, asegurarnos de que cada pedazo, cada historia, cada voz tenga su lugar. No basta con reconocer la deuda histórica; debemos pagarla con acciones, con respeto, con equidad. Y si algo tengo claro, es que quiero que mi hija crezca en un mundo donde todos los trozos encajen sin tener que limar sus bordes para ser aceptados. Ya sean mujeres o hombres. Y si hay que alzar la voz, seguiré haciéndolo. Y lo haré con rotundidad, sin dejar de decir lo que pienso, porque si hay respeto por los demás estaremos cimentando los pilares de nuestro futuro.

Y después de todo lo que he dicho, son capaces de engendrar vida, de entregar su cuerpo para que esta especie siga pensando si realmente son necesarias o no.

Yo no tengo dudas, ¿y vosotros?

Julián García Gallego —Sin palabras mudas—   08-03-2025

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