José Agustín Blanco Redondo.– Tras “Cipreses en el camino”, “Vuelos de frontera” es la nueva novela de la escritora valdepeñera Manuela Navarro López. Publicada por la editorial Círculo Rojo en enero de 2025 y presentada en el Centro Cultural “La Confianza” de Valdepeñas el 21 de febrero, encontramos en esta obra dos voces narrativas en primera persona que se encuentran separadas por un lapso de treinta y cinco años. La ficción se ubica en la región histórica de Alsacia —con su capital Estrasburgo— y en Bergerac, ciudad del departamento de Dordoña, al suroeste de Francia. Una de las dos voces —la de Madeleine, enfermera dotada de la virtud de la paciencia— narra la primera parte de esta historia, desde los inicios de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Francia por los nazis hasta 1948, tres años después de finalizado el conflicto. La segunda voz narrativa —la de Emma, escritora y dueña de una librería en Estrasburgo— narra las consecuencias derivadas de la historia anterior, pero ya en esta ciudad y a principios de los años ochenta del siglo pasado.
El tema de la novela es la desgracia que para la vieja Europa acarreó un conflicto de tal magnitud. Familias rotas, persecuciones y asesinatos por la raza y la religión —la estrella amarilla de David cosida en las ropas de los judíos franceses—, muertes sin más sentido que engordar a la bestia del imperialismo, venganza, odio inasumible, vanidades desmedidas, carnes mutiladas, rencores hincados en el alma y olvido absoluto de las sendas de la razón. Ciudades habitadas por el latir humeante de las ruinas. Pero, por sobre estas desastrosas consecuencias detalladas en la novela, los pétalos del amor y del apego familiar amanecen cada día con la misma intensidad amarilla de la flor de la verdolaga, una flor que cierra sus pétalos al anochecer de los estíos para desplegarlos de nuevo con la luz de la alborada.
Las escenas narradas por Madeleine se imbrican en la Francia ocupada por el Tercer Reich. Las descripciones fluyen, como las aguas de Rin o del Dordoña, por el cauce anchuroso de una prosa a veces poética y también por las aguas reposadas de introspecciones, retrospecciones e incluso del monólogo interior. Hay valles encajados entre farallones de piedra en algunas acertadas sentencias que surgen de sus labios. Hay certezas existencialistas sobre el terror de los campos de exterminio y el silencio cómplice de los cobardes, pero también personajes valientes que arriesgan su vida en defensa de los desvalidos.
La autora aplica con maestría el arte del hipérbaton, esa cualidad que altera el orden lógico de las frases para que ganen expresividad y calidad literaria. Manuela Navarro resuelve la atmósfera de cada escena con esa sensibilidad que le surge de muy adentro y que introduce al lector en un universo de delicadeza, luz e intensa sensorialidad. Es de resaltar la fidelidad geográfica de los escenarios, la exhaustiva documentación histórico-artística que reviste la acción y el perfecto ensamblaje de los personajes en el argumento. Porque son personajes creíbles, personajes que sufren, aman, desconfían y se sacrifican por su país, por sus principios y por sus hijos. Personajes en los que anida la solidaridad, pero también la envidia y la traición, las murmuraciones y el recelo. Personajes dinámicos que evolucionan conforme avanzan los acontecimientos y que ya no son los mismos al término de la novela. Personajes tan humanos como nosotros.
Manuela Navarro ama las palabras. Su vocabulario es sugestivo, fecundo, armado, quizá a partes iguales, de lirismo y precisión. Su lenguaje es sensorial, pero también duro y sin remilgos cuando la acción lo necesita. Las palabras se elevan formando un lenguaje sólido, estable, ajeno a esos lugares comunes o clichés literarios que estamos hartos de encontrar. Y este lenguaje suyo, como si se tratara de un muro de sillares escuadrados, perdurará sin duda en este tiempo donde solo parecen prosperar mensajes frívolos, frágiles, perecederos.
Podríamos clasificar esta obra como novela histórica y romántica, pero también como novela dramática. Porque la tragedia atraviesa sus páginas como una almarada. La melancolía y también la muerte tienen su lugar, al igual que el amor definitivo, la creación de la vida y la ilusión desbordada.
Pero no es la hora de desnudar un argumento que atrapará al lector desde la primera página. Es hora de descubrir algunos de los párrafos con que Manuela Navarro alumbra su auténtico oficio de escritora, un oficio que no necesita la caricia de las musas ni el hálito de la inspiración, sino solo quintales de trabajo y voluntad, de talento y dedicación.
“Querría prolongar el bienestar que me ha acompañado hoy; pero las emociones se amortiguan, adhiriéndose a la piel como un perfume, intenso al principio. Tanto que, a veces, no permite distinguir sus matices; en el poso que queda, se guarda la esencia. La intensidad bloquea los sentidos y la fina sutileza de lo más liviano les permite despertar.”
“De latencia vegetal parecía haberse contagiado mi espíritu. Faenas que rellenaban mis jornadas en aquel lugar prestado, al cuidado constante de mi hijo, cuya respiración alentaba el insomnio que me arrastraba a un amanecer de pesadez y jaqueca”.
“El aire de la tarde, casi agostada, comenzaba a preñarse de aromas de invierno. En el paseo hasta la granja de los Leroy, las estelas etéreas de humo de las chimeneas ascendían verticalmente hasta evanescerse, antes de alcanzar los tonos rosados del cielo crepuscular. Envuelta por el olor a leña quemada quedaba el fresco olor de la campiña”.
“A veces me pregunto si es posible percibir las difusas líneas del camino que nos es marcado, y nos ha de llevar hasta ese hito que ponga fin a una existencia cuyo guion ha sido escrito. Existencia moldeada o moldeable. Me cuestiono si ese camino, por recto que parezca, no acaba siendo circular. Miles de filamentos se entrecruzan, y la voluntad y el razonamiento se someten al antojo de vientos cambiantes, que borran todo rastro de los bordes del sendero”.
“Dichosos quienes manejan sus emociones de espaldas al tiempo; quienes se liberan de la carga del pasado, sin amplificar las penas en el día que los ojos contemplan, siguiendo la trayectoria del sol, cuyo amanecer solo es ya el flujo del recuerdo, y el ocaso será algo incierto. No existe el tiempo futuro”.
“En el corazón de Europa, veredas de trasiego humano se abrían como grietas en un cuerpo maltratado, sin más orden que la búsqueda de la subsistencia. La perenne mecha de la guerra había vuelto a prender entre las naciones; tibia, al principio, arrebatada después, como en un inmenso pergamino”.
“Entre los sentimientos más difíciles de manejar, está la incertidumbre. La mente no impone límites a las fabulaciones. Desespera que la razón no estribe en ninguna certeza”.
“Me sentía minúscula, la más vulnerable criatura que se encoge ante las formas espectrales del miedo”.
“Las llamas de la chimenea se habían extinguido. Llevaba horas con aquel pliego entre mis manos, indiferente a todo, a mi propio dolor, incluso; acariciaba con las yemas de los dedos la caligrafía enérgica y angulosa de Belmont, exenta de curvas y bucles, con presión en cada trazo. Conservaba su esencia. Me sorprendía que su escritura no mostrara debilidad. ¿A cuántas calamidades lo habría enfrentado el aciago destino? Y seguía siendo él.
“El aliento del bosque es sanador, voces susurradas que devuelven el eco de los que se marcharon. El bosque es, para mí, vientre fecundo, las pisadas de mi madre recolectando manzanilla. Allí te siento, madre, como en ningún otro lugar. Siempre en calma”.
“Con el sentir de mi tierra debía yo alinearme; pero la humana debilidad se estremece ante la belleza primitiva de un amanecer, o los sonetos luminosos de un crepúsculo, ante lo que se siente, en cualquier lugar donde sea contemplado. No hay fronteras en el cielo, aunque el relámpago lo parta”.
“La abstracta felicidad solo se siente completa si los días pretéritos son ignorados y no se fabula con los venideros”.
“No todos los sentimientos tienen un nombre, porque una sola palabra no puede referir cuanto hay contenido en un abismo”.
Creo que es suficiente. Una historia que podría haber sido real, el lenguaje literario y la técnica narrativa de Manuela Navarro están ahí. También la sensibilidad, la tensión y la calidad de un argumento poderoso. Muy despacio, las aguas del río Dordoña se entregan al océano Atlántico mientras las del Rin se mestizan con las del mar del Norte. Solo queda disfrutar de las neblinas que este final del invierno elevará sobre el cauce crepuscular de estos dos ríos. Porque sumergirse en las aguas de esta novela no es un acto de fe, sino un acto de segura satisfacción.