Una historia del futuro

Sintió un pellizco en el trasero, nada más sentarse frente al volante de la «Berlingo». Como consecuencia del salto, se golpeó la frente con el parasol, que estaba medio bajado, volviendo a recibir lo que parecía un picotazo, esta vez entre los dos cachetes. Ayudándose de las manos, apoyadas en el salpicadero, salió de la furgoneta para darse de bruces con el suelo de la nave. Al dar media vuelta, pudo ver un centollo en el asiento con las pinzas hacia arriba. Dueño y señor del habitáculo, el crustáceo cerró la puerta y tomó los mandos, girando la llave del contacto y metiendo marcha atrás para salir pitando.

Al no alcanzar a mirar el espejo retrovisor, el animal no acertó a esquivar el «John Deere» que estaba atravesado en la puerta, estrellando el cajón de la Berlingo con los arados. Se hizo el silencio. El olor de las cebollas, recolectadas días antes, se mezclaba con el humo del diésel que el vehículo había emanado en su intento de fuga. El centollo, mareado, intentó salir por la puerta del acompañante y así lo hizo, cuando una red cayó sobre él.

Despertó en la cazuela, junto con un espécimen, muerto, de ocho tentáculos. Lo que parecía ser un baño caliente, pronto se convertiría en un infierno, por lo que debía abandonar aquel lugar. Ayudado de sus pinzas y de las patas, intentó volcar la olla, balanceándola, con la esperanza de salir vivo. Logró provocar unas pequeñas olas que, a cada movimiento, fueron creciendo en altura hasta que alcanzó la tapa y, de una patada, pudo liberarse cayendo desde el hornillo al suelo de la cocina. Consiguió girarse en el aire para aterrizar de pie. La fortuna quiso que su cuerpo quedara encarado hacia la puerta que daba a la nave.

Habían desenganchado la «Berlingo» de los arados. Aquellos seres estaban distraídos y hablaban de los posibles daños en el tractor, sin advertir que el motor estaba encendido. Cuando escucharon el sonido de la portezuela cerrarse, ya era demasiado tarde. El centollo escapaba del almacén de cebollas como alma que lleva el diablo. En esta ocasión, se impulsó sobre sus patas para ver la carretera. Conocía el camino y no se detuvo hasta llegar a destino.

Tecleó el código de acceso y subió a la nave nodriza. Otros centollos, preocupados por su desaparición, preparaban el procedimiento para regresar al futuro. Se sintieron aliviados al verlo. Tres mil años más tarde, relataron a sus congéneres la experiencia vivida. En el pasado, los humanos vivían sobre dos patas, sin caparazón aparente y aún no habían desarrollado las pinzas. Eran extremadamente altos y dependían de máquinas para conseguir sustento diario. Los viajes en el tiempo quedaron suspendidos al haberse logrado el objetivo, descubrir que los centollos del pasado se habían convertido en los hombres del futuro.

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