Ramón Castro Pérez.- A los bolígrafos rojos también se les cuestionó, aunque, en honor a la verdad, fue su uso lo que se puso en jaque. No. Tampoco es correcto. Aclaro. Se critica lo que motiva su empleo, que no es otra cosa que la acción de corregir, la cual debiera evolucionar hacia aquella que conduce al éxito y que no es otra que la de guiar o acompañar.
Usemos, pues, un verde pastel o un rosa aclarado, simulando un acaramelado susurro que motive a nuestros estudiantes, empoderándolos de tal forma que logren sus objetivos y estos, relamiéndose de gozo, se giren para darnos las gracias por haberlos orientado hacia el conocimiento. De esta forma, el buen docente, bajo un azul cielo, señala los caminos trazados a base de líneas anaranjadas que recuerdan al calor del hogar, el mismo que arropa largas charlas en familia en torno a una cafetera humeante, mientras diluvia tras la ventana.
Innecesario es sentir trauma alguno o desesperanza, angustia, miedo, nerviosismo o incertidumbre, pues la felicidad se halla reñida con todos estos sentimientos, más propios de un pasado tenebroso. Procuremos que perciban la seguridad de que nada les ocurrirá, de que los errores serán subsanados antes de que puedan cometerse, de que la vida es un camino de rosas con las espinas, finalmente amputadas, tras constatarse que estas impiden abrazar, con confianza y ternura, a la belleza misma.
El bolígrafo rojo delata a quien lo utiliza. Detrás de su empleo encontramos a sujetos convencidos de que se aprende desde el fracaso, el error y el tesón necesario para levantarse una y otra vez, reflexionando sobre qué hacemos, por qué lo hacemos y para qué lo hacemos. El verde pastel y el rosa aclarado apenas dan para llenar estuches acolchados en los que transportar los miedos que se traen de casa, los mismos que se han convertido en el dedo acusador de quienes osamos usar el bolígrafo rojo para corregir lo que está mal.