El Puertollano Winter Festival tiene la fuerza de su público, que la verdad ya tiene su edad y su concha, y por tanto ni se calla ni está para pamplinas. Aquí la peña llega un poco de vuelta de muchas cosas y para disfrutar de música y músicos supervivientes a la tontería del Tik Tok, el reguetón y el melodismo, sí, pero también, y quizá más que nada, para reencontrarse consigo misma, para disfrutarse y relamerse.
Y así finalmente ha primado el valor de este fenomenal público puertollanero como auténtico protagonista y activo humano en el balance de una polémica edición con ambiente enrarecido entre bambalinas, un pelín enconada, alejada del espíritu «Chini» (alias Jesús Caballero) que alumbró el proyecto.
Este año no estaban los esforzados caballeros del rock de PuertoRock, la infantería que se ha echado a cuestas y hecho grande el Winter, tras un amargo desencuentro y la contratación de una empresa para la producción y organización, ni tampoco ha habido música en directo en un desangelado y prácticamente desierto CasiWinter, ni ha habido bandas locales en el núcleo del espectáculo que recibieran el cariño de sus paisanos.
Eso sí, como espectáculo el Winter ha vuelto a dar el do de pecho, y grandes bandas que repiten tablas en La Central han deparado fantásticos momentos, con unas 1.500 personas disparadas en la diversión, bailando y coreando algunas de las composiciones más pegadizas de toda una generación.
El Winter abrió el telón con el tecnopop de OBK, inspirado en Depeche Mode, con Jordi Sánchez arrasando entre sus fans y demostrando que el género y, loado sea el cielo, el rock industrial y electrónico, tienen una gloriosa validez en estos tiempos oscuros.
El colofón de calidad llegaría con Javier Gurruchaga y su Orquesta Mondragón, una soberbia banda que actualiza los clásicos de la formación al tiempo que recupera los grandes temas del pop y del rock del último medio siglo. El sentido burlesco y circense del espectáculo atrapó al público en la enloquecida mirada de Gurruchaga, que sigue siendo ese sacerdote diabólico que invita, incitante, a atravesar las cortinas de la gazmoñería.
La fiesta prosiguió con la parodia de géneros musicales y la provocación inteligente de Pablo Carbonell y sus «Toreros Muertos», revueltos en una demente mezcolanza con los «No me pises que llevo chanclas» y Pepe Begines, factoría de descacharrantes historias que animan a brincar hasta el techo. Entre todos destilaron en un crisol los excesos de los ochenta con un desquiciado y divertido cóctel de punk folclórico, pachanga antistream y desmayo cañí marciano.
Finalmente Revólver y el siempre honesto Carlos Goñi repasaron sus míticas canciones de rock americano dignas de un western moderno y regalaron una excepcional, potente y conmovedora versión de Eldorado, poniendo fin épico y crepuscular a un Puertollano Winter Festival que merece perdurar al margen de controversias y una gestión conciliadora que ayude a restañar las heridas.