Manuel Valero.- Nos habían citado a las ocho de la mañana con la bolsa donde llevábamos un bocadillo, alguna pieza de ruta y poco más, La bolsa era una suerte de mochila de aquellos años, hecha de escay con la forma de un pequeño saco que se cerraba con una cuerda que servía también para enlazarla al hombro. Cuando llegué ya estaban allí mucho de los excursionistas y el cura don Manuel que comprobó que estábamos todos y partimos a pie hacia el Bonal.
Don Manuel iba el primero y de vez en cuando se paraba mientras nosotros seguíamos andando, se quedaba el último y después volvía a su puesto al frente de la expedición. Cuando lo hacía golpeaba en broma los cuellos pelados de los muchachos que sonreían. No íbamos a ritmo de marcha, cada uno caminaba a su ritmo procurando no quedar descolgado. Don Manuel le dijo a uno de los mayores que se quedara al final para tener controlada la manada escolar. Después de un largo rato paramos en un paraje cercano al Villar, pues fuimos campo a través, para descansar, tomar una fruta y contarnos cosas con la tranquilidad de estar temporalmente absueltos de la disciplina salesiana. Paramos en una finca casi al mediodía y nos sentamos alrededor de una casa labriega. Nos dieron leche de cabra recién ordeñada y un pedazo de pan que devoramos. A un lado había una muro pequeño de media altura y tras él una alberca. Nos llamó la atención un pedazo de corcho muy grueso del tamaño de una alfombra doméstica, un poco combado como si fuera una teja. El cura nos dijo que podíamos bañarnos. Pero el verdín nos disuadió a casi todos. Tan solo Luis Navarro se lanzó como el mismo Tarzán, nadó, buceó y finalmente se subió a la teja y se sentó a bordo remando con las manos. En ese momento sentí una gran admiración de mi compañero de clase y el deseo de ser tan valiente como él y remar a su lado imaginando que lo hacíamos en el remoto Orinoco.
Al rato seguimos camino hasta que nos detuvimos bajo un bosquecillo de apenas unos arboles que habían crecido a la humedad del rio Ojailén. Y allí dimos cuenta del bocadillo. Don Manuel se mostraba distendido y nos llamaba por nuestro nombre y nos sacaba algún detalle propio de cada uno, tanto del carácter como de nuestro aspecto físico. A mi me dijo:
Señor guardia urbano multe al señor Trapero por conducir por la izquierda. Chicos, ¿sabéis en qué país se conduce por la izquierda? Venga, ya. Por ninguno, por ninguno. Y de pronto como si estuviéramos en clase, Paquito Cachero levantó la mano y dijo: Los ingleses. Muy bien. Pues Urbano vaya usted a Inglaterra y me los multas a todos. Jajajajajaja.
Y así almorzamos un soleado día de verano, bajo la sombra de los árboles, en una fuente llenamos las cantimploras con una sinfonía de pájaros alrededor. Don Manuel dio unas palmadas y nos pusimos de nuevo en camino. A la media hora de marcha, el cura me llamó, me dijo que caminara con él. Hizo otro tanto con varios compañeros y comenzó a cantar. Antes me dijo que hiciera la segunda voz.
Sobre el cristal sereno del Caribeeeee
Bogando vaaaaa un barquito de velaaaa
Entonábamos tan bien fruto de las clase de canto en el colegio que ya hicimos el último trecho cantando. Cantábamos mientras el sol se ponía lentamente y nos arrebolaba con su pincel mágico. Nuestras sombras se alargaban como si fuéramos de chicle. Y al atardecer llegamos al Bonal. Pasamos cuatro días de ensueño, haciendo excursiones, jugando al fútbol, cantando, sin olvidar la misa ni los rezos. Todas las mañanas nos poníamos alrededor del monumento a María Auxiliadora y rezábamos. Una alberca que parecía una piscina de altas paredes de cemento nos esperaba para el baño.
Regresamos subidos en el remolque de un tractor que nos dejó en las escalinatas del colegio. Allí estaban nuestros padres esperándonos. Mi madre echó unas lagrimillas al verme tan saludable y bronceado porque era la primera vez que salía de casa por varios días. Hasta dijo que había crecido aunque yo sabía que no era cierto y que lo decía por la alegría de mi vuelta.
PD.- Hace unos días, Eduardo Egido, gran amigo, conversador y escritor me dijo durante una caminata por los pinos que a estas alturas ya no estamos más que para escribir de nosotros mismos. Uno que andaba buscando inspiración para un nuevo proyecto vio las puertas del cielo abrirse de par en par y me dio la temática. En ello estoy y sigo y seguiré, Dios mediante. Mi próximo proyecto será una evocación literaria de mi bachiller elemental en el colegio salesiano y de paso un homenaje a mis compañeros y profesores de entonces, pues a pesar de la disciplina, la labor salesiana fue y es de todo punto encomiable y digna de reconocimiento. He escrito este texto ex profeso al conocer la recuperación por parte de la familia salesiana del monumento a María Auxiliadora, obra del salesiano Enrique Herencia, que estaba a la entrada de aquel viejo seminario agrícola que cedió a los curas doña Concepción Narváez, marquesa de Álava.