Manuel Valero.- Desde que Antoñito Pajares fuera detenido por disparar plomos contra los muñecos de Papá Noel que colgaban de los balcones de Pueblo, la presencia del rampante abuelo nórdico descendió bruscamente. Fue más que por una conversión súbita, por temor a que Antoñito Pajares errara el tiro y los plomos fueran a alojarse en el ojo de alguien. Era difícil puesto que Antoñito era un diestro tirador como sabían todos los habitantes de Pueblo y era capaz de darle a una liebre de espaldas y ayudado por un espejo como había visto en las películas. En la feria, se apalancaba en las casetas de tiro y no fallaba un solo plomo para desesperación del dueño que acabó revirando el punto de mira hasta hacer imposible cualquier blanco. Era tal la admiración que despertaba Antoñito Pajares que cuando los jóvenes y los chiquillos lo veían arrimarse a una caseta lo rodeaban para asistir al espectáculo de la habilidad de su paisano que era capaz de acertar con una escopetilla retorcida y ver la cara de desesperación del feriante, obligado a depositar el premio sobre el mostrador. Cuando llegó la caseta de los retratos, Antoñito Pajares concitó alrededor suyo una multitud que quedó retratada después de recibir el latigazo de un relámpago que dejó escapar una cámara gracias a la destreza de aquel tirador infalible. Fueron tantos los que se arremolinaron en torno a él que la foto parecía el testimonio gráfico de un mar de cabezas en cuyo centro y en primera línea de vanguardia se veía a Antoñito apuntando con total decisión. Solo había que mirar el entrecejo en el gesto de apuntar para percibir la insolente seguridad con la que disparaba,
A pesar de aquel expediente de dianas logradas, no era descabellado que Antoñito a quien le había dado por disparar contra todo Papá Noel que osase trepar a una casa, errara por una vez y el balín fuera a dar contra un cristal o una maceta. Más que nada porque el enemigo del vejestorio se dio a su guerra particular en pleno proceso etílico, en ese punto en el que se está a un milímetro de la euforia irresponsable.
Y así fue. Una tarde a la salida del bar observó que de una cantidad más que admisible de balcones colgaba el abuelo del pijama rojo con un saco al hombro. Primeo vio uno, luego tres… Después todos los pisos de un mismo bloque mostraban el colgajo como un llavero. Miró a un lado, y a otro… y entonces tomó la decisión. Se fue a su casa, echó al hombro la escopetilla y comenzó la escabechina. No iban muy errados quienes especulaban con un error desgraciado. Un gato que andaba lamiendo el platillo de la comida recibió el impacto en plena cabeza después de que el plomo atravesara la barriga de tela del muñeco entrometido. Resultó ser un minino con pedigrí, originario de los bosques de Noruega, propiedad de un dentista habilidoso llamado Julián Dolor de María. Alertada la policía acudió al lugar y detuvo a Antoñito Pajares que no opuso resistencia.
Aquel incidente cambió de raíz la moda de colgar abueletes en lugar de los Tres Rayos Magos, que era lo propio. Antoñito fue juzgado y condenado a prisión menor que no cumplió y a una multa de 30.000 euros que tampoco pagó porque no tenía dinero.
Al año siguiente apenas se pudo contemplar un par de Gordos trepando por alguna ventana porque la mayoría de los residentes de Pueblo optó por sustituir al personaje foráneo por Melchor, Gaspar y Baltasar. Incluso hubo quien los colgó a lomos de sus camellos para acentuar el entusiasmo con que se había vuelto a las costumbres de toda la vida.
Antoñito Pajares no volvió a beber ni a disparar alegremente porque no había razones para ello. Lo insólito fue la respuesta que le dio a un reportero del diario provincial cuando le preguntó porqué lo había hecho, si en verdad había disparado para reivindicar la cultura autóctona y la religiosidad propia de Pueblo o como protesta ante tamaña colonización cultural: “ Esos malasangres del Ayuntamiento, nunca me eligieron para hacer de Papá Noel en las cabalgatas”.
FIN