La extinta posibilidad de fracaso

De todos los viajes que he realizado a la Luna, hay uno que recuerdo con pesar. Salí de casa habiendo discutido contigo, sin que nos diéramos un abrazo, sin que aparcáramos aquella estúpida discusión. Supuse que, cuando regresara del trabajo, todo estaría más calmado y haríamos las paces. Pero, una vez allí arriba, me dio por pensar. No era la primera vez que ocurría, como tampoco era la primera vez que me veía, propulsado en una nave, destino a nuestro único satélite.

Si aquella disputa hubiera sucedido antes de mi primera misión, todo habría sido diferente, pues no sabrías si yo regresaría. En aquellos años, los errores se pagaban con la vida. Nos hubiésemos pedido disculpas ante la posibilidad de no volver a vernos. Hoy, con más de mil trescientos servicios cumplidos, llegar de nuevo a casa es lo más parecido a una certeza. Y por eso, ya no nos perdonamos como antes.

Me gustaría que me quisieras como si ya no volvieses a verme nunca. Como si esa posibilidad fuera la más probable y no quedara más remedio que cumplir la misión. Las expediciones lunares deberían volver a ser arriesgadas e inseguras. De esta forma, los últimos besos sabrían a los primeros y los abrazos nos darían calor en el oscuro vacío. Sin embargo, los protocolos diseñados han convertido los viajes a la Luna en algo tan rutinario que ya, casi, ni nos despedimos al salir de casa.

Ignoro el motivo por el que necesitamos que aparezcan las desgracias para valorar aquello que nos mantiene enamorados. Aunque eso no quiere decir que no haga nada para evitar perderte. Esta misma tarde, oculto bajo un abrigo, he saboteado el protocolo con la intención de devolver a la estadística lo que nunca debía de haber salido de ella: la posibilidad de fracaso. Y, con ella, esos apasionados besos que me dabas al marchar a la Luna.

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