Un mensaje tan escueto no podía traer tan malas noticias, o eso pensé. El móvil se iluminó sobre las cuatro de la madrugada, y la habitación hizo de onda expansiva entre luces y sombras. No solía recibirlos porque, habitualmente, tengo desconectados los datos y el wifi para que nada perturbe mi descanso, pero el destino quiso que los acontecimientos fueran así y no de otra manera. «Tu padre ha fallecido hace unos minutos», siete palabras que ponían fin a una relación que llevaba estancada desde hacía infinidad de años. Si me pongo a pensar, podría ponerle hasta una fecha exacta, porque aquel cumpleaños en el que la vela de mis siete años se derritió sobre la capa de chocolate fue el comienzo de una travesía que no merecíamos ninguno. En algunas pesadillas, tengo que cerrar con fuerza los ojos para no ver su cara desencajada; en ese momento de ira, platos y vasos fueron a parar contra el taquillón y el espejo del comedor. Los cristales no sólo se clavaron sobre mis dedos descalzos al huir por el pasillo en busca del cobijo materno, lo hicieron en mi cerebro. Sus alaridos se escabullían tras el rastro de sangre que manaba de mis talones, aún siento pánico al ver el tintineo de una llama en alguna celebración. Cuatro décadas después, y continúo buscando una salida de esos cinco metros de pared. Y ni siquiera soy capaz de saber qué hizo de espoleta para que saltase todo.
Entendí que no me llamaran, así fue como lo había pedido: saber lo menos posible de su existencia. Pero me sentí mal, precisamente yo, que odiaba a ese hombre desde lo más profundo de mi ser y que no le daría ni un mísero aliento para sanar. Y, sin embargo, algo dentro del pecho solicitaba que fuera buena persona, bondadoso, y cerrase ese capítulo para no regresar jamás. Intenté girarme y seguir durmiendo, pero fue imposible. Fui engullido por una tormenta perfecta, en la que la infancia y los senderos sinuosos que recorría hacían de retén a mis deseos por olvidarme por un segundo de su rostro.
Un beso en la frente y un saludo desde la ventanilla del coche, antes de dejarme en la puerta del colegio, es el único flash cristalino que podría aportar de aquellos años. Con lo que dura una palmada en mitad de la soledad, podría definir mi relación con él. Suena cruel, y quizá exagerado para quien no conozca la realidad de la mente de ese maldito caballero que aparecía en el libro de familia como tutor legal. Una retorcida historia que quise borrar renunciando a su apellido, pero que no hice y que todavía sigue luciendo en mi DNI como la letra escarlata. Cuando me identifico, olvido, por instinto, lo de Zambrano. Yo soy Eduardo Izquierdo, a secas. Me he considerado huérfano hasta ahora, y lo he llevado con prestigio, y, por alguna causa irracional, ahora estaba en shock y liberado de esa carga emocional que me arrastraba hacia los infiernos más horribles.
No sé qué puñetas me obligó a levantarme, preparar la maleta, y pensar en acudir a casa. Bueno, lo de “casa” es una expresión que no podría añadir a la frase, más bien, el hogar de la familia, entre la que no me podía incluir. Salí dando un portazo y dejando las cosas muy claras entonces; la friolera de veinticinco años atrás. Luzco cerca del medio siglo y no he vuelto a pisar el suelo de mármol del rellano del portal que da acceso a la cuarta planta, puerta A, del número 15. Una combinación que traía bajo su manto la intuición de que salvé mi futuro gracias a que aquel empujón contra la nevera no fue suficiente como para sellar mis llantos.
Durante las tres horas de viaje, la lluvia puso el toque de ternura que no existía; las gotas resbalaban por el parabrisas creando diminutos surcos que arrastraban la fina capa de tierra que se había acumulado durante los días anteriores. Simulaban los meandros de un río, zigzagueando, mientras yo jugaba a no sentirme culpable por haber dejado a mamá a manos de un ser tan ruin. Ella lo prefirió así, nos consolábamos con las llamadas a horas intempestivas, en las que él estaba dormido en su caverna y yo luchaba contra el cansancio del día para no perderme sus historias diarias, que solían contar las cosas a su modo, obviando detalles que me hicieran daño.
Por los altavoces del coche irrumpió una melodía de aquellas tardes en las que compartíamos saltos y caricias. Mi hermana pequeña y el cabezota de mi aliado gemelo lanzaban el dado y, de casilla en casilla, avanzaban para ganar la partida. Pero no hubo un vencedor, y, después de tantos años de regañinas y disputas, ellos perdonaron los agravios y yo sólo borré sus olvidos por los moratones que el espejo nos devolvía tras las palizas, sin motivo. Su amnesia les ha permitido parecer una familia tradicional y con nada que ocultar. ¡Allá ellos! Mi corazón no entiende de curanderos, cree en el amor, y no en falacias que tapan los errores de quien no se lo merece. He derramado muchas lágrimas, demasiadas para un tipo como yo, que se ha pasado toda una vida teniendo éxito profesional, pero que no ha conseguido ser feliz nunca, y que sigue anclado allí, en la endiablada calle Santa Ana.
Cuando quedaba poco para llegar, el olor a aceite, mezclado con las hogueras que hacen los jornaleros para calentar sus manos frías, hirió mi autoestima. Porque las reminiscencias son así de caprichosas y disfrutan llevándonos adelante y atrás para que no olvidemos de dónde vinimos y hacia qué lugar se dirige el agua que mana de las montañas. Estaba helado, los nudillos de mis manos agarrotados y, a duras penas, conseguía asir el volante. Era extraño, la calefacción expulsaba a borbotones un caudal cansino y asfixiante de aire cálido que, en otras condiciones, habría provocado que la camisa estuviera empapada en sudor. Sin embargo, el pulso que marcaba el ritmo de la sangre iba a toques de una campana que avisaba del sepelio inesperado, quizá el mío propio.
Cuando subí, no me atreví a llamar. Estar de nuevo ante el Sagrado Corazón de Jesús, que adornaba la puerta recién barnizada, dejó mi dedo a un centímetro del pulsador. Jamás había sentido tanto miedo. Ni siquiera cuando vi caer a Rosa por las escaleras, empujada y arrastrada hasta ese precipicio por el simple hecho de haber olvidado sacar la billetera del bolsillo antes de echar el pantalón a lavar. Un descuido que supuso tener que mentir, en bloque, los tres: Luis, Margarita y un servidor, y argumentar que era muy patosa. Callamos como se hace ante un paso de Semana Santa. ¡Qué se podía esperar de unos críos asustados! El problema es que todo seguía igual, bueno, con una ventaja: él estaba de camino al lugar al que van los maltratadores. Sólo esperaba que esa nueva cárcel fuera tan siniestra como lo habían sido sus actos. Aunque no estaba seguro de que eso fuera verdad. La grieta en la que nos había hecho subsistir era inimitable, tan profunda y húmeda como la ansiedad que padecía. La prueba fehaciente era yo, un cobarde que no se quedó para hacerle frente a su padre.
Sin mujer y sin hijos. Nunca me atreví a darle forma a ese sueño; temeroso de que sus genes, que yacían inactivos en mí, resurgieran de las cenizas y convirtiesen a mis descendientes en dianas vivas. Que mis puños recordasen que sobre la piel sonrosada de una mujer se siente placer, y que insultos y desprecios pueden formar parte del vocabulario rutinario de un hombre que se precie. Que someter a tu prole podría ser uno de los grandes alicientes para despertar cada mañana, y que la insípida de tu esposa, esa que se acurrucaba entre sollozos y anhelos, estaba siendo tallada para ser la cónyuge perfecta, dirigida por la senda correcta, y que si se apartaba de los designios de su media naranja sería enderezada con mano dura y cadenas invisibles. Por todo ello, mejor he orbitado en una sociedad que prefiere no meterse en líos, aunque escuche gritos, golpes e infinidad de pruebas, sabedora de que tres niños y su madre sufrían abusos a diario, como hicieron nuestros vecinos con nosotros.
Abrí la puerta de casa con mi llave. Tuve que coger aire antes de recorrer el pasaje del terror y llegar hasta el recibidor. Ese silencio fue peor que sus gritos. Allí no parecía haber nadie. Hasta que un sonido seco avanzó desde el comedor. Fijé mi mirada al fondo, justo al lugar donde lo vi por última vez. Se repitió, y esta vez no dudé, ese carraspeo era inconfundible. De las profundidades, unas garras negaron mi huida. Y no lo hice. Encendí la lámpara y estaba allí plantado, desafiante, con la misma expresión de superioridad de siempre.
Al ver el móvil de mamá entre sus dedos, creí que aquello era una puñetera trampa. Después, comprendí que no era así, se trataba de la última de sus lecciones magistrales. Mis pupilas percibieron la sangre en su camisa y entonces fue cuando la vi, tendida a un costado del sillón. Él me miró con su sonrisa irónica, esperando a para darme la estocada final.
—¡Ahí la tienes, despídete de ella! Pero, hazlo pronto, creo que ya no respira. Antes de que llegase a abrazarla, sonó un chasquido y después sólo un disparo…
… Han pasado varios meses desde aquel terrible desenlace, y aún sigo viendo aquella macabra escena en mis sueños. En ellos, aprieto el acelerador a fondo para robarle unos minutos al destino y llegar justo a tiempo para salvarle la vida a mi madre. Nunca lo logro; despierto envuelto en un manto de rabia y decepción. Convencido de que todos somos culpables, porque nuestro silencio provoca que la libertad siga maniatada y presa de unas mordazas que no vemos, pero que sí existen.
DESCANSA EN PAZ, ROSA
VICTIMA POR VIOLENCIA DE GÉNERO NÚMERO ___