Dicen que la gente inteligente y los genios también piensan tonterías, como todo el mundo. La diferencia con el resto es que no las cuentan. Y es que, a la abundante recopilación de neologismos absurdos que inventasen José Luis Coll (Diccionario de Coll) o Luis Piedrahita (El castellano es un idioma loable, lo hable quien lo hable), entre otros, me gustaría añadir uno nuevo: la INMIDIOTEZ, o sea, decir algo o dar una respuesta inmediata sin pensárselo dos veces, para terminar diciendo una idiotez.
La tecnología nos condiciona el modo de pensar. Como en los anuncios de televisión o las entradas en las redes sociales, la inmediatez para pasar de un asunto a otro dificulta la retención de las ideas y hace obsoleto al instante cualquier estado. Al cabo de unos cuantos pasos, tal vez haya quedado algún residuo subliminal de información, aunque en general no haya nada importante. Este deseo de resolver deprisa cualquier situación nos hace en general más impacientes, aunque haya situaciones que requieren antes una reflexión (aunque fuera breve) que una respuesta impulsiva. Lo cual tampoco quita que se digan idioteces después de mucho pensar.
Pero no sé si es un problema de la tecnología o de la propia condición humana. A veces le cuentas un problema o una confidencia a alguien de tu círculo más próximo, y entonces te suelta una idiotez, consecuencia de la necesidad irrefrenable de sentir que es preferible decir algo que no decir nada, así, sin haberle pedido consejo y sin haber tenido tiempo para pensar en algo que, más que obvio, sea apropiado, inteligente, algo que te ayude.
Seguro que todo el mundo tiene en mente el recuerdo de haber sentido vergüenza ajena después de oír una idiotez espontánea. Yo lo veo a menudo en las encuestas, con aquellas preguntas sobre cualquier cosa trivial que hacen los periodistas al primer personaje anónimo que se encuentran por la calle; y entonces, después de escuchar sus respuestas, uno no pueda evitar preguntarse cuál es el coeficiente intelectual medio de la población española. Es como votar en el Festival de la canción de Eurovisión por la puesta en escena más friki. A veces me pregunto ¿de verdad, los que dicen tonterías se escuchan lo que dicen? Pero también en las entrevistas, cuando a veces se sorprende al entrevistado, especialmente en situaciones a sabiendas de que no es el momento más idóneo, donde se le pide que dé una respuesta razonada y coherente. En ese caso, el entrevistado debe pensar que es preferible salir del paso inmediatamente con alguna idiotez, o alguna falsedad, antes que mostrar dudas. Eso sí, los más listos (sobre todo los profesionales de la política) se salen por peteneras y dicen cualquier cosa que les convenga, aunque no tenga nada que ver. Normalmente luego se publica la respuesta; mejor así, que quedar como idiotas al comprobar que la respuesta no tiene nada que ver con la pregunta. Por no hablar de cuando esta franca respuesta es una idiotez en sí misma.
Debo admitir que cada vez soporto peor las idioteces, aunque no creo que llegue al extremo del actor Fernando Fernán Gómez en aquella ocasión en que increpó a un hombre que se le acercó para expresarle su admiración (“¡A la mierda!” le dijo). Por el contrario, disfruto mucho cuando reconozco la inteligencia en alguien que habla, y no dice tonterías. Admiro a las personas que hablan con conocimiento de causa, a quienes me aportan información y a quienes son capaces de ofrecer enfoques interesantes y sorprendentes sobre algún tema. No es preciso que coincida su forma de pensar con la mía; como en el juego de ajedrez, me basta con que el contrincante demuestre solvencia, aunque me gane.
De todos modos, la cuestión es bien sencilla, se reduce a lo de siempre: pensar antes de hablar, y no al revés.