Manuel Valero.– Esta mañana he visitado a mi madre. Está en la parte nueva del cementerio donde también reposan muertos viejos. El cementerio de mi ciudad crece insólitamente como decrece la ciudad de los vivos. Incluso los columbarios. Desde que la Iglesia permite la cremación siempre que las cenizas reposen en camposanto aumentan en número al paso de la vida. Hasta la estación terminal.
El nicho de mi madre está al sur donde el sol del día alumbra hasta que se pone porque es una explanada amplia libre de cipreses tristes. Me gusta contemplar la visita anual que mis paisanos formalizan días antes del de los Difuntos, como unas largas antevísperas, y como se esmeran en limpiar lápidas y nichos y cambiar las flores artificiales del año anterior. La flores artificiales no deslucen el tributo a la memoria de los nuestros. Simplemente perpetúan el color hasta el próximo año. Las flores naturales es un detalle añadido si al cabo de unos días se cambian por las que perduran. No hay nada más desolador que contemplar una lápida con las flores resecas, como si la descomposición del difunto las irradiara y les contagiara la sequedad de que lo somos cuando nuestra vaina dejar de ser irrigada por la sangre de la vida. Es una costumbre ancestral. La cruz sella las esculturas y es inevitable recrear la vista en el bosque de mármol y flores que en esta época del año adquiere todo su esplendor.
Hay lápidas sencillas, las hay auténticas obras de arquitectura ornamentadas con jarrones y columnas salomónicas y grandes fotografías, como si los dolientes trataran de retener el recuerdo vívido de los ausentes con una visibilidad que en ocasiones roza un alarde inútil. Hay también pequeños túmulos de tierra con una rustica cruz de hierro en la cabecera pero sin nombre ni flores que identifique ni recuerden a quien allí reposa.
Hay un ambiente casi festivo sin que se rompa la solemnidad del lugar. Cada familia con los suyos.
Esta mañana he visitado a mi madre como han hecho centenares de hijos con la suya y cada uno frente a su particular duelo la ha recordado cuando estaban junto a nosotros con el amor más desinteresado de cuantos experimenta el ser humano. Pero los años pasan y el dolor va cicatrizando hasta que no duele tanto y se convierte en cicatriz que no se borra jamás por la que respira un poco la pena antigua.
Al otro lado de la pared donde reposa mi madre están la sierra y el Valle. El sol se ha liberado del sudario de nubes y ha esparcido su tibieza con generosidad impagable. No es la paz de los cementerios lo más deseable, no. Allí se respira otra cosa, algo inmaterial ante el desecho. Quienes se fueron dejaron en la tierra la envoltura carnal que el tiempo reduce a polvo y huesos. Ellos están en otro sitio, en el que cree el creyente, en el que duda el agnóstico, en el que la ciencia aún no ha llegado. Incluso el ateo revive a los suyos en su propia memoria.
Nunca se sabe cuándo cruzaremos la frontera sin retorno y sin embargo más que inquietud, el cementerio es un analgésico de serenidad. En estos días, también, en que parece una romería por la riada de vivos que acuden a la cita con sus muertos. A pesar del gentío, no se oye una voz más alta que otra, las conversaciones son discretas sin que superen el ámbito de la privacidad. Hay que dejarlo todo limpio, renovado de flores para el gran día de difuntos.
Es cuando caes en la cuenta de la sublime bobada del Halloween, fiesta USA por antonomasia tomada como tradición en España por la masa acrítica de jóvenes colonizados por las pelis, la tele y las series. Un día de difuntos de hace unos años un amigo se cruzó con una pandilla de chavales disfrazados de zombis y otros espantos. “Anda que tienen ganas de adelantar lo que serán algún día sin remedio”, me dijo.
Cumplir con la tradición no hace a uno anquilosado o antiguo. Basta con reflexionar sobre ello. No se trata de vivir angustiado por la muerte inevitable pero tampoco tratar el día más personal de cada ser humano como un estúpido divertimento.
Hoy he ido a visitar a mi madre. Falleció en junio de 2017 a los 94 años. Le he dicho que me espere aunque le he rogado que tenga paciencia. No he regresado con el recuerdo de su muerte sino el de toda su vida y me he sentido bien entre esculturas de cristos, ángeles y cruces y tumbas arrumbadas y anónimas. Un niño de dos años a bordo de un pequeño triciclo se ha cruzado conmigo. Iba imitando con la boca un pitido de advertencia para evitar atropellos.
Era la vida, el futuro, en medio de aquella ciudad habitada por quienes ya no puede atropellar ni recordar que un día fueron como él.