Los palos y las piedras

Manuel Valero.- Confieso públicamente mi abatimiento. Para activarme salgo a la calle y miro la normalidad de la gente. Sé que sólo es una impresión porque cada persona con la que te cruzas sin conocerla, seguro que lleva su carga. No hay  nadie que no transite por la vida con sus propios  fardos, ya sean pasados, presentes o porvenir. Nadie está exento del dolor de la ausencia, del que nos causa un familiar enfermo, o el de un fallecimiento. Las penas de cada cual son estallidos silentes que sólo alivia la confidencia a quien es digno de nuestra confianza.  

Sales a la calle y aunque no pegues las orejas es inevitable escuchar que a la Puri la han ingresado, que Pablo ha perdido el empleo, que la Juani tiene un hijo roto porque ha roto con la novia, que aquel anda a la cuarta pregunta y que el otro ha tenido que cerrar la tienda. Son pequeños dramas de la gente menuda, anónima que contiende con ellos sin más ruidos que los suspiros en soledad. También ves a gente que camina plácidamente, a jóvenes que juegan como si fueran críos, a personas que van o vienen de la compra sin aparente preocupación, en la serenidad de lo cotidiano.      

Reconozco que ese baño de normalidad callejera ahíta de pequeñas historias me reconforta un poco. Pero no puedo evitarlo: a veces se me pega en la cabeza como una canción veraniega el famoso poema de Jorge Manrique, en concreto el verso sobre la ventura de cualquiera tiempo pasado. Y por más que intento sacudírmelo para no caer en la melancolía el mundo al otro lado de la televisión me duele y me hace chapotear en mi propia insignificancia y en mi incapacidad absoluta para mejorarlo. Esa certeza de impotencia e inevitabilidad se me hace intransitable. Me acuerdo entonces de mi niñez feliz, traviesa y muy callejera y de nuevo me asalta don Jorge

Hoy he salido a la calle a perderme entre la multitud pacífica y he mirado al cielo por si algún misil mal apuntado lo cruzaba de parte a parte como aviso de un desastre inminente. Hemos avanzado tanto tecnológicamente que tenemos la dolorosa ventaja de ver las guerras por televisión y cómo surcan el cielo misiles de muerte que desde el salón de casa parecen inofensivos fuegos de artificio. Siempre ha habido guerras pero quedaban muy lejos, y de las que éramos ignorantes. Hoy las sigue habiendo y asistimos cada día a un nuevo episodio de una sola temporada inacabable.

Desde que tengo uso de razón, Israel está a fuego con sus enemigos y sus enemigos contra Israel. Ayer la Guerra de los Seis Días que enfrentó a Egipto, Siria e Irak con Israel era seguida por los lectores, pocos, del diario Pueblo, como la del Yom Kipur. Y a medida que el conflicto avanzaba en el tiempo entre más guerras, tratados de paz fracasados e intifadas y atentados, los medios como la radio y la televisión las hacían más cercanas.

Hoy, están a tiro de mando de la televisión y podemos ver los obuses, los estallidos de las bombas inteligentes dando en el blanco, los edificios reducidos a escombros y los llantos de la población civil por sus heridos ensangretados, por muertos y sus hogares destrozados. Y los niños. Ay, los niños. Y a diario. Como una ración obligada que nos recuerda que el ser humano ha estado matándose desde que se levantó sobre sus pies.

Hace uno año Israel fue atacado y lo vimos. Y desde entonces no nos perdemos el capitiulo de un Dies Irae interminable, como la Historia de Michael Ende. Y a todas horas. Sobre todo a la hora de desayunar, comer y cenar que es cuando los telediarios arrojan sobre nuestra mesa la carne caliente de los muertos.

De guerra en guerra. Ucrania y Rusia siguen a lo suyo con un papel menos estelar que la sangrienta venganza hebrea contra Hamas Hezbolá y su madre malisima, la República Imantada. Hasta que ocurra algo que le dé emoción al capitulo del día y nos deje en ascuas esperando el siguiente. Y qué maldita guerra de las dos gana en audiencia. Lo peor es que ya se habla de la posibilidad de la Tercera, del uso de armas nucleares y de que el tablero mundial está a un paso de mandar todas las piezas a tomar por saco… con una naturalidad pasmosa.

Ya me dirán si no es para abatirse y perdonen mi atrevimiento. Al y fin y al cabo, uno ya tiene el pescado vendido a falta quizá de alguna sardina triste pero nuestros hijos… ¡Qué mundo les espera a nuestros hijos!

Lamentablemente ni las canciones ni la poesía detienen guerras. Tal vez lo contrario: animan a la parte cómplice a esmerarse en la noble causa de matar al enemigo, porque las guerras solamente las gana quien mata más. Sobrecoge pensar que no habrá una cuarta. Lo dijo Einstein: no sé con qué armamento se peleará en la Tercera Guerra Mundial, pero las armas de la Cuarta serán palos y piedras. PD.- Insisto. Disculpen mi abatimiento pero en realidad es por no poder hacer absolutamente nada. Ya me gustaría tener una mano como una plaza mayor para liarme a ostias con todos los que mandan en las guerras y que nunca están en la primera línea de fuego y mandarlos al foso de los cocodrilos. Así fueran blancos, azules, chinos, negros, ortodoxos, sionistas, árabes o Et,s venidos del espacio para unirse a este sindiós.

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