Manuel Cabezas Velasco.- Desde Urrea Susana y Juanillo aprovecharon el manto de la noche para desandar lo andado y volver a pasar cerca de Híjar. No trataban de volver a quedarse allí, pero dados los últimos acontecimientos tan tristes,ya que más de uno tendría ganas de atraparlos. «¿Qué habrá pasado con la señora Aurora?», pensaban ambos para sí. Sin embargo, no había tiempo para sentimentalismos y, siguiendo los acertados consejos de aquella anciana, continuaron hacia el norte, tratando de alcanzar la población conocida como Samper como la herbolera les indicó, la cual poseía molinos, hornos, mesones o incluso un castillo, en el que desgraciadamente también se alojaba una cárcel. Había que continuar con la marcha y alejarse lo más pronto posible de allí hasta encontrar un escondite mientras aún no asomasen los primeros claros del alba.
Tras bordear la modesta población, los dos jóvenes se encontraron con lo que parecía ser un pequeño templo. Nada podrían advertir ambos que aquella ermita de Santa Quiteria tenía unos lazos tan fuertes que unían las dos últimas poblaciones que conocieron: Híjar y la mismísima Samper. Ello procedía de una leyenda en el que un pastor fue testigo de la aparición de la santa, aunque aquello ya sería otra historia. Habiendo encontrado algunos recovecos en aquella construcción que aún estaba pa reformas, decidieron esperar a la noche para volver al camino.
En aquellos momentos en los que no pensaban en avanzar para no ser descubiertos o ser presa de bandoleros, cuando parecía que la paz era su estado de ánimo, de pronto venían a asaltarles los recuerdos de la pérdida de sus padres. Aquella había sido la disputa en la que la sangre corrió para dejar sin un hálito de vida a quienes les habían protegido casi desde sus primeros años de vida al no estar presentes sus respectivas madres.
Los temerosos y turbados rostros de ambos así lo mostraban, y en ese momento Juanillo preguntó:
– Susana. ¿Estás bien? ¿Dónde tienes la cabeza que apenas has probado bocado de lo nos queda en el zurrón?
– ¿En qué crees que puedo pensar, Juan.? ¡En tu padre y en el mío! Nosotros somos los responsables de que ambos perdieran la vida, y ahora estamos desprotegidos y no podremos fiarnos de nadie hasta que no estemos a salvo y demasiado lejos.
– ¡A mí me ocurre exactamente lo mismo! Ciertamente es que todo se fue enredando y terminó con el peor de los finales. Sin embargo, no te puedes echar ya la culpa de lo que no puedes remediar. Por desgracia, ya sólo debemos pensar en el mañana, pues el pasado no va a regresar.
Sin saber por dónde estaban, nuevamente reiniciaron la marcha en las horas nocturnas. Con mucha precaución y con cierto temor, pues aún eran demasiado jóvenes para enfrentar los miedos con valentía. En una oquedad que mostraba un árbol decidieron pasar aquella siguiente noche. No sabían qué les podría ocurrir pues los sonidos de la noche siempre estaban presentes y sus ojos no cejaron de estar abiertos al no sentirse protegidos. La rutina se repetiría en la siguiente jornada, aquella en la que bajo la luna llena la estampa de una población mostraba una zona elevada que se coronaba con lo que parecía ser una especie de castillo.
MANUEL CABEZAS VELASCO