“Contra tiempo y olvido”, de Pedro Antonio González Moreno

José Agustín Blanco Redondo.- Publicada por Ediciones Almud en 2022, “Contra tiempo y olvido” es una obra del escritor y profesor de Literatura Pedro Antonio González Moreno (Calzada de Calatrava, 1960).

Rainer María Rilke (Praga, 1875) escribió que “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Y así, en esta obra autobiográfica, Pedro Antonio nos muestra en primera persona el influjo de la luz de la infancia en sus recuerdos. Una memoria perfilada por la imagen azulada de dos castillos: el de Salvatierra —demediado, absorto entre la intemperie y el abandono— y el de Calatrava la Nueva, bizarro, elegante, mestizo de milicias y religión. Pedro Antonio nos traslada a los años 60 en su pueblo natal, a esa niñez de patios encalados y sombra de higueras, de brocales de pozo y verdín de albercas, de juegos en las eras y trastadas en los quiñones, de rumores de chicharras y vértigo de vencejos en el aire del atardecer. Nos sumerge en el rigor de los braseros de picón, en el aire detenido de las cámaras, en ese aroma a mosto que serpeaba por los pueblos de La Mancha al terminar septiembre, en el cantar de las varas sobre las ramas escarchadas de los olivos. En los cauces del Jabalón y del Fresnedas. Pedro Antonio evoca el traqueteo asmático del trenillo que comunicó Valdepeñas con Puertollano durante ocho décadas, un medio de transporte mítico y popular que él no conoció y del que ya no quedan restos tangibles en Calzada de Calatrava.

   En un magnífico ejercicio de recuperación sensorial, Pedro Antonio nos acerca el nocturno destellar de las constelaciones, el canto de los gallos en la alborada, el dulzor del turrón durante las ferias, el humilde cucurucho de torraos y habas fritas, la textura del mostillo y del arrope, el aroma del serrín en la carpintería y el escarlata del hierro al fundirse en la fragua. Los juegos de la infancia ocupan un merecido peldaño en la escalera de los recuerdos. Sólo recuerdos, porque los niños de hoy seguro que desconocen las reglas de la taba, del escondecorreas, de los santos y del bocamanga. La calle es también el escenario del trompo, de la comba y de las chapas, entre el añil de los zócalos, el tañido de las campanas y la cal desconchada las tapias.

   Pedro Antonio narra minuciosamente la lenta transformación de aquellos escenarios infantiles. Las casas se remozan, las cuadras desaparecen, el agua corriente arrumba cántaros y barreños de zinc, el frigorífico sepulta despensas y fresqueras mientras el gas butano de las cocinas olvida el crepitar del fuego en las chimeneas. Y aunque se mantienen dentro de las casas liturgias como el aliño de las aceitunas, la elaboración de conservas de tomate, la matanza del cerdo, la alquimia que alumbra las piezas de jabón y los trajines de la costura, la cámara de su casa, desván de orzas, dornillos, aparejos y trastos desbaratados, ejerce sobre Pedro Antonio un poderoso magnetismo. Aquel desván de aromas atrapados albergó el ritual iniciático de sus versos sobre una vieja arca de madera, en cuartillas de papel que compraba de dos en dos y unía con pegamento para encuadernarlas, siempre bajo el benéfico influjo de su abuela materna. Porque Pedro Antonio afirma que sus raíces —jornaleros, albañiles, arrieros, carpinteros y mujeres de voluntad inquebrantable— son culpables de esa frondosidad que hoy refresca, como la recia sombra de un olmo en los estíos, su oficio de escritor. Aquella cámara de la infancia es similar al desván que Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) describe en su obra “Días del Desván”, esa hipnótica novela del Premio Miguel de Cervantes 2023 en la que nos recrea su infancia, nos sumerge en el estanque de los sueños y nos impregna de la luz de los inviernos: “…En el Desván donde jugaban los niños sin que el miedo les alcanzase…”

   Pedro Antonio nos relata pormenores de oficios desaparecidos: el afilador y el pelliquero, el vendedor de mantas y el aguador, el lañador y el polero. Y todo es como un retorno a un tiempo en que la radio reinaba en el cuarto de estar y congregaba a la familia a su alrededor, pero sólo hasta que la televisión suplantó su poder de convocatoria y apagó sus válvulas y bobinas para siempre. Y como el niño que fue, conviven en su memoria los crucifijos y las litografías de vírgenes y santos que poblaban las paredes de su casa. Conviven también en sus recuerdos algunas tradiciones, como las lamparillas que flotaban sobre un tazón de aceite en evocación de las ánimas benditas, los peleles del carnaval y la bocina de la cuaresma, el fuego escondido del picón y las oraciones a santa Bárbara durante las tormentas. Las tres fiestas de septiembre que prologaban “el peso de una luz cada vez más fría”.

   El autor relata su vocación de escritor con esa mística del que conoce lo implacable de su destino: “A veces me oía levantarme en las calurosas noches del verano y dirigirme sigilosamente hacia la cámara. Allí, a la luz de un flexo o de una vela, sobre el tapete rojo del arca, yo hilaba largos romances o me sumergía entre las páginas de alguna novela que ya andaba escribiendo por entonces.” Y esos escritos trasminados de versos y ficciones, durante ese difuso lapso entre la infancia y la adolescencia, Pedro Antonio los transcribe utilizando una Olivetti de color verde sobre aquella misma arca. Luis Landero (Alburquerque, 1948), en su obra “Entre líneas: el cuento o la vida”, se pregunta por el alumbramiento de ese fervor por la escritura, quizá un despertar muy similar al de Pedro Antonio: “Cómo nace entonces el artista, qué secreto impulso se produce en su alma para variar en un instante el curso de la vida, qué lo mueve, quizás en su adolescencia, a juntar temblorosamente unas cuantas palabras en un papel, y con un ímpetu tan soberano y excluyente que sería capaz de venderle el alma al diablo a cambio de un buen verso o de unas cuantas frases bien hiladas.”

    Y tras los tirachinas, los tebeos del Capitán Trueno y las novelas de Marcial Lafuente Estefanía del final de su infancia, Antonio Machado, Bécquer y Espronceda acompañan a Pedro Antonio durante los cursos del instituto. Él amplía esa compañía leyendo, entre otros, a Eladio Cabañero y a José Hierro, a Carlos Sahagún y a Rafael Morales, a Ángel Crespo y a Juan Alcaide. Y es en la soledad de una biblioteca desolada donde Pedro Antonio encuentra el aliviadero para su pasión por la lectura. Hasta que le ofrecen encargarse de esa biblioteca durante las vacaciones del verano de 1976. Aquel tiempo atrapado entre las estanterías cuajadas de libros fue para Pedro Antonio el de esa luz sesgada que entra por una ventana al atardecer, un rayo de luz ámbar en el que divagan miles de motas de polvo entre briznas de ilusión y todas las certezas. El autor expresa así su convicción: “Fueron el desván de mi casa y, sobre todo, aquella inmensa biblioteca del pueblo, los principales escenarios donde nací y crecí literariamente.” “La biblioteca del parque ya no existe, pero algunas veces pienso que aún sigo encerrado dentro de sus paredes. Sus estantes, igual que ventanales mágicos, se abrieron ante mis ojos para mostrarme un mundo, el de la literatura, en donde decidí quedarme a vivir. Un mundo del que ya no he sabido o no he querido regresar nunca.”

   Cuando las vueltas de llave en la cerradura de su casa le alejan del pueblo para estudiar Filología Hispánica en Ciudad Real y luego en Madrid, Pedro Antonio siente las punzadas del desarraigo. También imagina el lenguaje angustiado de aquel viejo contenedor de emociones que es la casa de su infancia, los gemidos de paredones y tabiques, de puertas y corredores, de las vigas de madera y los suelos de mosaico. Escucha el lamento telúrico del pozo y el gorjeo algo más triste de los gorriones sobre la higuera de aquella casa recién abandonada. Comprende el llanto de la madera del arca, una madera lustrada por años de arrimos de cuartillas de papel, de tinta, de la tenaz piel de sus manos, de las teclas de su Olivetti de color verde. Una madera que, ayudada por la voluntad, el tiempo y la inspiración, convirtió a Pedro Antonio en escritor.

   En 1978 y en su poema “La vida: ahí fuera”, Gabriel Celaya (Hernani, 1911) creó unos versos inolvidables que se engarzan sin esfuerzo en la obra que nos ocupa: “La infancia, quizá la infancia, nuestro final seguro, / nuestro cuento, nuestro canto, nuestra mágica conciencia: / El total de lo sin fin y de la vida abierta.” Es la de Gabriel Celaya la misma infancia que Pedro Antonio recrea en “Contra tiempo y olvido”. Una infancia vitalista, bulliciosa que permanece, inalterable, en las eras y quiñones, en las calles y zaguanes, en las cuevas, los desvanes y las cámaras. Una infancia de puertas abiertas hacia la silueta cercana y siempre azul de la memoria.

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