Qué noche. Qué hermosa noche. El termómetro era humano, las estrellas en la negrura cósmica con su parpadeo perpetuo, los grillos grillando a compás con su enloquecido cri-cri- y las ranas con su croar cerrando el concierto nocturno que daba al lugar y al momento una sensación de paz inequívoca. El profesor se había sentado en la hamaca del balcón y desde allí respiraba un aire insólito de tanta pureza, escuchaba el rumor del agua de la acequia y de vez en cuando le llegaba hasta su nariz el aroma impagable de la yerbabuena. ¿Se podía estar mejor? Del interior de la pensión no llegaba ni un ruido, ni el de la radio siquiera. Otras noches el posadero ponía la radio y escuchaba con un sonido de fritanga el canto triste y expeditivo de Marchena y una tarde oyó cantar a Alejandrita que entonaba una canción inglesa desde su cuarto cuya ventana daba al patio, lo mismo que el balcón del señor Riera. Pero aquella noche de verano todo era silencio y quietud y de un frescor sedante.
El pintor encendió una pipa y se entretuvo en mirar el desvanecimiento del humo azul y su absurdo tránsito desde la cazoleta a la nada. Se estaba bien y todo el ruido reunido en el patio aquella noche no era sino un concilio de buen entendimiento que sentaba en la calma taciturna de la noche, las reglas inapelables de la naturaleza: el agua corría con su adormecedor rumor, glo, glo; el grillo cantaba su sonata con académica estridulación, cri-cri-cri… ; la rana marcaba su compás y su tempo -cro-cro-cro y para mayor gloria sinfónica aparecía atravesando el aire como un cuchillo helado, el canto agudo del autillo. “Todo esto no se puede pintar. Ah, si se pudiera. La pintura apresa un momento que roba de la realidad y lo plasma en un lienzo para siempre sea cual sea el motivo retratado por el artista, un paisaje, un grupo de personas, un bodegón… y ya sean pintados según los gustos de la oficial academia o los de los ismos innovadores. Tanto ismo es irritante e impostado. ¿Cuál es el mío? No lo sé. Me da lo mismo”. Hablaba solo en voz alta y su ultimo ocurrencia le hizo gracia, le hizo gracia a él, se hizo gracia a si mismo porque no tenía ninguna gracia. Hasta le decían que las plantas se amustiaban a su paso. “No, no se puede pintar el sonido, la música… Solo su misterioso lenguaje de signos que quedan apresados en los barrotes del pentagrama hasta que llega el músico y los libera de su prisión con la dulce melodía que brota de su violín”.
El pintor acabó su pipa y aún permaneció un rato en el balcón, el tiempo suficiente para que una luz diminuta y verdosa le llamara la atención como si fuera eso lo que estaba esperando. Y, efectivamente, luego vino otra y luego otra y otra y otra… Enseguida formaron como una constelación en lo profundo de la fronda del patio…
-Ya están aquí -se dijo- Mañana las pintaré y mataré a quien diga que son vulgares luciérnagas.