Relato de verano: El pintor de las hadas (2)

Manuel Valero.- Después de caminar se retiró  a su habitación, abrió la puerta del balcón de para en par y respiró el aire húmedo que le llegaba desde el riachuelo apenas adivinado por la traza de verdor que dejaba a su paso. Decidió pintar el paisaje que contemplaba desde el interior de su cuarto. Pintaría el balcón abierto para recrearse en aquel jardín silvestre y en la sinuosa curva de la montaña como un mujer que estuviera siendo amada por el horizonte. Le vendría bien entrenar un poco, que toda actividad humana necesita entreno para lograr  un poco de perfección. Se rio al recodar lo que le dijo un amigo suyo de la perfección: “No existe la perfección en el Arte, ni siquiera en la creación más sublime del hombre. Mira la Gioconda por ejemplo con toda su gesto de si va a romper a reír o llorar. Demasiado gorda para mi gusto, jajaja…” Trazó las líneas de encaje, la línea de fuga, la del horizonte y remarcó el marco del balcón por donde habría de pasar la luz a borbotones como si fuera una fotografía. Cuando ya tenía los primeros trazos reconocibles bajó a comer. Lo atendió el mesonero y su hija, una bella joven de unos diecinueve años que quería ser cantante. “¿Cantante?”, le preguntó, ¿sabes cantar? “Sí, señor…” le respondió tímidamente mientras le servía las piezas de fruta. El señor Riera se fijó en ella y le agradaron sus enormes ojos negros y su cabello azabache apresado en su cabeza en un moño artesano. Su cuerpo era de una proporción exacta. El señor Riera era un enfermo de las proporciones y eso que incluso llegó a afirmar que una ruptura artística que hiciera de la desproporción su fundamento creativo, él lo defendería porque por encima de todo estaba la libertad para cambiar las normas. La muchacha regresó a la mesa con un café helado.

-Me ha dicho mi padre que ha venido usted a pintar hadas…

-Así es, aunque supongo que tú no creerás en las hadas. ¿Me equivoco? No, señor, quiero decir, sí señor… No creo es verdad pero la imaginación siempre es necesaria, siquiera para escapar un poco de la aburrida realidad.

– Así es, pero no me llames de usted, no soy tan mayor. ¿Doce años más que tú? Eso no es diferencia…

-Pero es usted famoso…

-Porque salgo en la prensa y en la televisión de vez en cuando?

-Y porque pinta las calles de Madrid y hasta a la familia real…

-No, no, jajajaja, ése es Antoñito López, un gran artista de la pintura fotográfica. Es amigo mío. Y un buen hombre, sí, lo es.

-Vaya, perdone… perdona, no sabía que…

-No te preocupe, Alejandra…

-¿Cómo sabe mi nombre?

-Me lo dijo tu padre.. Bueno, he subir a descansar un rato.

Alejandra recogió la mesa un poco azorada por la confusión y herida en su amor propio porque ella había estudiado bachillerato en la capital aunque ahora se dedicara a atender a los clientes de sus padres por ese verano. Tenía entre sus planes ir a Madrid a probar suerte con su canto.  

“Ah, si se pudiera pintar la música”, rumió para sí el pintor, “bueno de algún modo se pintarrajea en un pentagrama. Aunque no es eso el Arte, es lo que se oye”.

      

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