Relato de verano: El pintor de las hadas (1)

-Espero que tenga usted una feliz estancia, señor Riera.Ya ve que este pueblo es aún más tranquilo desde que la poca gente que quedaba decidió marcharse -le dijo el encargado de la pensión.

-Es precisamente lo que busco, tranquilidad y silencio. 

El huésped dejó una pequeña maleta en el suelo a la que había atado un ligero caballete. En la otra mano llevaba un pequeño maletín de  madera donde guardaba el instrumental para pintar.

-¿Óigame… y perdone, pero ¿para pintar es necesario aislarse del mundo?

El encargado se lo preguntó dispuesto a coger la maleta del señor Riera para acompañarlo a su cuarto.

-¿Ha visto usted algún arte que haya florecido en medio del estruendo?

-Desde luego que no, señor Riera.

El mesonero pasó a la habitación. Era muy sobria, apenas una mesita de noche y un armario de madera vieja con tallas de cabezas atormentadas entre ramas y volutas y un espejo en la cara interior de las puertas . La única decoración era un cuadro dieciochesco de una escena campestre y un jarrón de colores.  Pero la puerta que daba a la parte posterior de la casa era la antesala de una belleza natural tan singular que el artista quedó entusiasmado. El mesonero se retiró nada más abrir la puerta de acceso al balcón y desde allí pudo observar un verdor inusitado que humanizaba la temperatura veraniega merced a un riachuelo que discurría cerca de la casa casi oculto entre una doméstica selva de helechos y un bosquecillo de manzanos. A lo lejos se perfilaba la montaña, una suave ondulación azul grisáceo perfectamente delineada sobre el azul infinito de la mañana.

-Gracias, señor…

-José Padilla… para servirle, señor.

-Bien, señor Padilla, ya sabe mis instrucciones que le adelanté por escrito. Bajo ninguna circunstancia seré interrumpido cuando me encuentre trabajando. A las siete y media de la mañana quiero el desayuno en la puerta, no hace falta que llame. A las nueve, me facilita el periódico local porque no quiero leerlo mientras tomo el primer alimento del día. Comeré a la 12,30 de la mañana…

-¿Tan temprano señor?

-Exactamente a esa hora. No quiero que falte una buena jarra de limonada sobre esa mesita. Antes de comer daré un paseo y después una siesta de rigor. El resto del tiempo, ya sabe, pintaré, que para eso he venido. Tiene usted margen suficiente para interrumpirme que son las horas en que no trabajo. Espero que mis condiciones no sean molestas para usted. Le pagaré bien.

-No se preocupe, señor Riera. Será usted atendido con complacencia, tanto por mi como por mi mujer o mi hija…

-¿Tiene usted una hija?

-Si, señor, bueno, tengo tres, quiero decir dos varones y mi hija Herminia. Los chicos andan por esos mundos de dios y por esos mares, uno es marinero, ¿sabe? 

El pintor Antonio Riera se quedó pensativo de repente como si estuviera desentrañando un enigma, pero enseguida volvió a la conversación.

-Oh, sí, sí, bonita profesión la de marinero y peligrosa. Bien, señor Padiilla, voy a terminar de instalarme…

-De acuerdo, señor, y ya sabe: no dude en llamarnos al menor contratiempo. Y no se preocupe, cumpliremos todo cuanto usted nos ha dicho. No siempre se tiene de huésped a un artista tan afamado como usted…

El mesonero dejó solo al señor Riera en el balcón mirando la pequeña fronda que ocultaba el rio y escuchando el alegre trino de los pájaros. ¿Qué hacía allí?, se preguntó con un frunce en la frente. “Si, murmuró, he venido a pintar un prodigio. ¿Qué otra cosa le queda por pintar a un artista como yo, que lo ha pintado todo…    

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