Manuel Fuentes Muñoz.– Si haces planes para un año, siembra arroz. Si los haces para dos lustros, planta árboles. Si los haces para toda la vida, educa a una persona. (Proverbio chino)
Entre los ciudadanos chinos que conocí, los había de toda clase, condición y origen. Algunos eran empleados públicos, otros de empresas privadas; había empresarios, directivos o trabajadores; uigures, tibetanos o tonquineses; hombres o mujeres. Pero si alguien llamó especialmente mi atención, esa fue una joven empresaria de Shanghái.
Ella procedía de aquella magna ciudad financiera y comercial, donde dirigía una empresa de moda. Diseñaba sus propios modelos, para lo que contaba con un equipo que le ayudaba en esa labor. Luego confeccionaba con una o varias de las numerosas empresas de confección que había en el país. Y el control de la actividad, —tanto de la producción, como de la calidad—, lo supervisaba ella misma con la colaboración de algunos profesionales.
La venta de sus productos la realizaba en todo el mundo pero, especialmente, en tres destinos. El primero de todos, era el chino. Su país demandaba entonces todo tipo de productos, y los de la moda eran muy apreciados por una élite emergente que, en pocos años, alcanzaría los treinta millones de personas en todo el país. Después, el mercado americano, sobre todo el de los EE. UU. Y por último, el europeo, principalmente el español.
Por lo que yo le conocí, era una persona formada, organizada y trabajadora. Sin embargo, tenía un pasado complicado. Siendo niña deportaron a sus padres a la zona sur del país, como consecuencia de la conocida como Revolución Cultural China, iniciada a finales de los años sesenta. Durante el confinamiento de sus progenitores, ella estuvo a cargo de familiares. Después de la muerte de Mao Tse Tung, se pudo reunir de nuevo con ellos.
Su carácter estuvo marcado por aquella ausencia, aunque ella la superó con gran fortaleza de ánimo. Se formó para la gestión y para la especialización técnica de su actividad empresarial. Además, dominaba perfectamente el chino, el inglés y el español, lo que facilitaba su trabajo. En su oficina se hablaba, sobre todo, inglés. Como curiosidad destacable, ella usaba tres nombres distintos. Uno chino, Bo; otro español, Paloma; y otro inglés, que ya no recuerdo.
Ella estudió Filología Hispánica en la Universidad de Alcalá de Henares, ciudad en la que vivió durante varios años. Se casó con un español, un poco mayor que ella, que era importador de productos textiles procedentes, sobre todo, de China. En la primera comida que hice con la pareja, ella bendijo la mesa con el rito cristiano. Mejor dicho con el católico. Porque ella pertenecía a esa minoría religiosa, que era de las muy pocas que se toleraban en el país.
Después de una semana frenética de trabajo, —que se extendió desde el lunes hasta el sábado incluido—, el domingo por la mañana volví a quedar con ellos en el centro de Shanghái. Para llegar hasta allí, tuve que tomar un taxi desde el hotel. El conductor no entendía ni inglés ni español, lo que dificultó mi comunicación con él. Llevaba, por si acaso, un papel escrito en chino que me permitió llegar hasta la zona en la que había quedado con mis anfitriones.
Llegué con tiempo más que suficiente. Paseé por todo la zona, en la que se veían muchos árboles que contrastaban con unas infraestructuras monumentales que, aunque parecían necesarias para el enorme movimiento de personas que había en aquella populosa ciudad, a mí me parecieron excesivas. Algo que llamó mi atención fue el estridente sonido que emitían las chicharras, escondidas en las ramas altas de los árboles, de aquella calurosa mañana.
Habíamos quedado en un restaurante tonquinés para almorzar. Previamente, visitamos una zona exclusiva donde había establecimientos de las grandes firmas occidentales. Había una enorme aglomeración de gente. Ella me dijo que me fijara en los clientes de aquellas tiendas. Y, efectivamente, todos parecían chinos. Mientras que los occidentales acudíamos en masa a las tiendas de falsificaciones, ellos buscaban las marcas auténticas.
La velada estuvo entretenida. Por la tarde paseamos por la zona más moderna de la ciudad, tomando algunas copas en locales frecuentados mayoritariamente por occidentales. Vimos a algunos españoles, —muy pocos—, pero, sobre todo, a americanos, alemanes, franceses e italianos.
Antes de volver al hotel, pasamos por un barrio residencial en el que solo vivían nacionales del país. Las viviendas eran de estilo occidental. Y por fin llegamos a una urbanización exclusiva, en la que vivían los padres de esta empresaria. Allí había numerosos guardias de seguridad privados, barreras y un riguroso control de acceso, tanto de las entradas como de las salidas de aquella urbanización de similares características a las nuestras.
Esta mujer era una superviviente que, gracias a su tenacidad, a su amplia formación y por su sobrada experiencia, supo adaptarse a las circunstancias que se produjeron después de superar muchas adversidades. En ella se cumplía aquel proverbio chino que decía: la lengua resiste porque es blanda; los dientes se quiebran porque son duros.