La cresta de Gauss

Ramón Castro Pérez.- La vida, o Dios, o la caótica y perfecta interacción de los millones que nos damos cita, cada minuto, en este mundo, ordena la distribución de sucesos que gobierna nuestra existencia. Esta forma de ordenarnos no es caprichosa pues sigue un patrón que justifica que muchos crean en lo segundo y que otros tantos veneren lo tercero. Lo primero, la vida en sí misma, requiere de ellos para tener sentido. Quien quiera que sea lo que la cree, la distribución tiene colas y son simétricas. En ellas habita toda una suerte de despropósitos, casi inverosímiles, aborrecibles a los ojos de los privilegiados que otean el horizonte desde la misma cresta de Gauss.

—¡Que Dios les proteja! —rezan, mientras el tumulto de la cola izquierda se desintegra en miles de partículas debido a los imprevistos generados por almas vacías que una vez tuvieron luz. Fruto de una casualidad, tan infrecuente como el éxito de los justos, sucede lo mismo en la cola derecha. La casualidad, que, sin embargo, ordena sistemáticamente la vida.

Hay miles de muertos, cientos de desgracias y unas escasas decenas de elementos que consiguen, a duras penas, mantenerse vivos en las colas. Tan necesarias como desestimadas, sin ellas, la cresta está condenada a desmoronarse. Lo que no se quiere ver se acumula en los bordes, procurando un hábitat proclive a la autodestrucción que, bajo control, garantiza la existencia del conjunto.

¿Qué harán los hijos de puta que otean el horizonte desde la cresta de Gauss cuando las colas se ordenen bajo otras leyes que no sean las de la estadística a la que han fiado sus propias vidas? Lo veremos, tal vez, en otra (vida) distribución.

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