Manuel Valero.- Qué lejos está todo de todo. Hoy se cae el mundo binario y parece el caos. Tan frágiles somos. Es como aquella historieta de la pantera rosa en la que corta un pequeño árbol y es el planeta entero el que se desploma como si hubiera estado sujeto al arbolito. Todo pasa a la velocidad del rayo. La edad del hombre se parece al mismo Universo: dicen que se expande si cesar y cada vez más deprisa. ¿Será por eso que a partir de una cierta edad los años pasan raudos?
Pero hubo un tiempo en el que ajenos al destino vivíamos la inocencia de la calle infantil como si fuéramos héroes, tiernos testigos de la historia y las costumbres. ¡Cuantos hombres había que voceaban lo que eran! Y nosotros los escuchábamos y sabíamos lo que eran y qué hacían. Eran esos oficios del subdesarrollo desaparecidos hoy como todo se desleirá alguna vez.
¡¡¡Mielero, mieeeeeeel…!!! gritaba un hombre de piel estriada, bruñida de intemperie. Empujaba un carro de mano y llevaba una romana al hombro. Se paraba en las esquinas y algunas vecinas salían a comprarle medio kilo o doscientos gramos de miel pura como la propia inocencia. Los niños nos deteníamos para observarlo y él se molestaba. Mielero, mieeeeeel, mielero mieeeeeel, Fuera moscardones, gritábamos nosotros en tono de burla.
Y qué decir del bollero que con una pata coja propalaba a los cuatro vientos la mercancía que llevaba en un cesto que cargaba a un costado cubierto con una tela de hule: tortas, madalenas y mojicoooooooneees. Su voz de flauta metálica era delicia para nuestros oídos porque nos anunciaba otra delicia menos lírica. Así lo escuchábamos y rogábamos a la madre que no diera una peseta para una torta. Como no siempre se atendía nuestro capricho infantil acudíamos donde él estaba para ver aquel prontuario de dulces que quedaba al descubierto cuando alguno con más suerte le compraba un mojicón. Luego volvía a tapar la mercancía y pata en ristre seguía escalando calle arriba con un trípode de madera que también cargaba para apoyar en él el cesto de las delicias cuando despachaba.
A mi me agradaba el lañador. Era todo un espectáculo verlo reparar varillas de paraguas o la palancana de alguna mujer con aquellas herramientas rudimentarias que derretía baritas de plomo en el agujero de tan doméstico utensilio. Ah, y su grito era inconfundible, tanto, que los niños lo aprendíamos para jugar luego a ser lo que él: Se arreeeeglan cubos, palancanas y ollas de porcelanaaaaa, el lañaoooooooó. Una vez uno de ellos me dijo que si miraba por el agujero de la palancana que restauraba podía hacerse idea del culo de la usuaria. Hubieron de pasar unos añitos para comprender exactamente lo que decía.
El panadero y el lechero eran habituales porque eran diarios. Antes de mecanizarse llamaban a las casas con golpes secos y poderosos para anunciar que era la hora de la ración de pan y leche. No gritaban lo que eran. Todo el mundo lo sabía. Paraban en la puerta el mulo con las aguaderas repletas. El lechero tenía la maestría del oficio. Alzaba las lecheras las dejaba caer sobre una almohadilla y luego se ayudaba del muslo donde la apoyaba para verter la leche en las medida: cuartillo, medio litro o litro. La leche había que hervirla. Cuando unos tíos míos que estaban en Bélgica trabajando le trajeron a mi madre un cueceleches, yo invitaba a mis amigos a que comprobaran lo que les había dicho: que mi madre tenía un cazo en el que no se derramaba nunca.
Esporádicamente acudía por el barrio otro lechero singular: era un cabrero con el rebaño. Lo detenía en la línea de sombra de la calle y atendía a las mujeres allí mismo a golpe de ubre. Estaba muy solicitado porque siempre que aparecía calle arriba las vecinas se agolpaban alrededor para aprovechar y darle un poco a la húmeda. Alguna vez mirando la placidez con que las cabras se detenían en la línea de sombra tirábamos una piedra pequeña que no rompía la cabruna indiferencia del animal pero le sacaba un exabrupto al cabrero: ¡Anda y vete a tu casa a tirarle piedras a tu padre, niño!
Y helados, los helados se vendían por la calles en un cesto redondo de corcho armado sobre unas ruedas. Barragán se llamaba uno. Vendía sólo un helado de masa con sabor a almantecado –matencado heladoooo, gritaba. Los polos eran mutantes: pasaban del naranja o amarillo vivos así fueran de uno u otro cítrico y se convertían en hielo insípido e incoloro con el primer chupetón.
Había otros voceadores del oficio que pasaban de vez en cuando: el afilador era uno de ellos. Pero cada vez que irrumpía en la rutina del barrio tenía faena. Nosotros mirábamos las constelaciones que brotaban del cuchillo en su contacto con la esmeril que activaba pedaleando una rueda de carro adaptada a su menester.
Pero el que me parecía realmente un héroe era el churrero. Por la hora temprana que gritaba los churros en el invierno apareciendo desde el corazón de la niebla y porque conocí a uno de ellos que se llamaba Falete. Llevaba una gorra de skay con orejeras de perro, una cesta como la del boyero y un paño para cubrir los churros, ya fríos como témpanos. Una mañana nos comimos uno a medias sin pagar un céntimo y luego me dijo que el churrero que tenía la churrería en una de las calles el barrio le dio un paz de pescozones. No volvió a invitarme más.
Voceaban lo que eran. La estirpe de unos oficios callejeros que hoy han desaparecido engullidos por otra niebla, la del tiempo, y la peor de todas, la del olvido.
Y no hace tanto. Hoy cuando los medios te informan de un intento fallido de magnicidio, de casos de dudosos ejemplos de moralidad o de un susto tras otro, cuando estamos al cabo de la calle de todos y de todo y las ciencias han avanzado una barbaridad, no así las condición humana, te parece mentira que haga apenas cinco décadas -un suspiro-, que este país y mi pueblo estuvieran encastrados en un costumbrismo ancestral. Y sin embargo esos hombres que gritaban lo que eran, eran sin ellos saberlo, los precursores de las ventas gigantescas a domicilio. Amazon empezó en ellos.