El fantasma de la identidad nacional nos habla

Antonio Carmona.– ¡Hola, amigo! Soy yo, el Fantasma de la Identidad Nacional, es decir: el FIN. Aunque esto aún no ha terminado, de hecho solo acaba de empezar. FIN es el acrónimo correspondiente al Fantasma de la Identidad Nacional. Tantas personas me invocan y me exhiben como su baluarte, que me han obligado a manifestarme y rumiar un rato sobre cómo nos percibimos a nosotros mismos o, ya de paso, cómo nos gustaría que nos percibieran desde el exterior de este bosque, de este maremágnum al que atribuimos unas marcas y características supuestamente incuestionables, conformando ese imaginario colectivo con el que representáis mi perfil. En definitiva, no dejamos de ser espectadores de nosotros mismos. ¡Aprovechémonos de ello! aunque, en general, resulte harto complicado ser imparcial y objetivo ante este tipo de apreciaciones.

Me enternece oíros hablar de mí como de una estructura social con unos fundamentos que muchas personas, en su estulticia, la desearían estancada y eterna. Jamás ha ocurrido tal cosa. Nadie ha conseguido hacerme una instantánea, pues siempre salgo borroso y en movimiento. Es más, no creo posible avanzar sin la dinámica, la contradicción y la combinación de estilos de vida disparejos. Cuando se habla de “romper” una nación y su identidad, lo que de verdad se tiene en mientes es la eventualidad de que cambie el particular concepto de nación e identidad para una parte determinada de la sociedad. Una porción social que no concibe su vida fuera de esos cánones indiscutibles, indispensables e insustituibles. Sería como quitarle la pértiga a un funambulista, provocándole una mezcla de inestabilidad y pánico.

Estamos hablando de naciones como la nuestra, donde se atribuye a un rey y a una reina, ambos católicos, uno de Aragón y la otra de Castilla, el protagonismo y comienzo de su andadura. Nada más lejos de la realidad. La identidad de nuestro país, mi identidad fantasmal, hunde sus raíces en una tierra mucho más postrera por la que han pasado una innumerable diversidad de culturas. Jamás ha permanecido estática. Desde entonces hasta ahora, su historia ha escrito miles de páginas honorables y heroicas, así como otras tantas despreciables y manchadas de sangre. Exactamente igual que ha ocurrido en cualquier otra nación. Las efemérides pasadas son más peligrosas que manejar nitroglicerina, y resultan muy dañinas para según qué orgullos, sobre todo cuando se mezclan sentimentalismos e ideologías de fácil calado en el pueblo, pero de muy somero fundamento histórico.

Si os atrevéis a levantar la sábana que me cubre y analizar mi ectoplasma, veréis que está constituido por una inmensa variedad de imágenes, por hombres que se visten por los pies, playas nudistas, el secano y la montaña, más papistas que el Papa, ancianas haciendo bolillos en el umbral de sus casas, feministas, chocolate con churros, ¡banderas no!, procesiones religiosas, el orgullo gay, ¡banderas sí!, en el ladrillo está la pasta, los taurinos, los antitaurinos, ¡banderas dependiendo de cuál!, tortilla de patatas (con o sin cebolla), los de la cáscara amarga y los de la santa cruzada, ciencias o letras, el Opus Dei, los versados en el arte de vivir de subsidios, los apóstatas, los que nos roban el trabajo, los ateos (siempre hablando de Dios), los menas, catedrales y mezquitas, Santa Claus y los Tres Reyes Magos, el Gordo (el de la lotería, a Santa Claus ya me referí antes), las doce uvas, los Santos Difuntos, Halloween y el Black Friday, Dios, Patria y Rey, restaurante Casa Pepe en el Despeñaperros, los vegetarianos, los veganos, Agustina de Aragón, la Virgen del Rocío, el botijo (incluido el de tela metálica), la Copla, el Heavy Metal, la guitarra gitana de proyección internacional, la Patria Chica hasta el tuétano, los poemas guardados en el cajón, ¡marica el último!, ¡háblame en cristiano!, los que violan a nuestras mujeres, la paella de los domingos, la sardana, la gaita, las sevillanas, la jota manchega, mucho pan (de mala calidad ahora), mucho aceite y mucho tocino, los turistas, los que odian a los turistas, la Marca España, blanco o tinto, el carnaval (a veces por decreto), el fútbol… y, sobre todo, los indiferentes que en realidad son legión, ¡tú: ni de los más listos ni de los más tontos, tú no te signifiques! Llenarían los más grandes estadios si se molestaran en reunirse. Si se concentraran en un partido político, gobernarían con mayoría absoluta, pero ¡qué pereza!, todo les resulta “indiferente”. Y qué decir de las guerras NO olvidadas y esos odios que se heredan.

¡Ya paro, ya paro! Como comprenderéis esto es sólo la punta de un inmenso iceberg. Mostrarlo todo sería tan arduo como inútil. Salvaguardar alguno de esos rasgos y tradiciones que nos identifican, que nos hacen sentir pertenecientes a un determinado grupo, podría ser importante para algunos. Pero sin duda es transcendental (e inevitable) abrir las puertas a la diversidad. Sin miedos. No se trata ya de adoptar un talante tolerante de forma pasiva, bonachona, condescendiente que contempla al “diferente” desde su pedestal “descontaminado”. No somos mejores ni peores que nadie. Cuando tratas con otras culturas, en realidad NO tratas con otras culturas, sino con otras personas y cada una de ellas es única, merecedora de justicia, respeto y dignidad, independientemente de su etnia, país, trasfondo cultural, etc.

Como ves, no existe ninguna cultura independiente u homogénea. Si existiera, sería tan tediosa que nadie querría vivir en su seno. La nuestra, desde luego, se encuentra en las antípodas de la homogeneidad y está bien que así sea. ¿Por qué, entonces, nos tragamos el cuento de que otras culturas sí lo son? En cuanto rasques un poco te darás cuenta de que ni siquiera los chinos son todos iguales, ni se dejan engañar tan fácilmente. Hay, por supuesto, a quien le interesa la ilusión de esta uniformidad y antagonismo de los diferentes grupos humanos para crear barreras, para delimitar el dentro y el fuera, para evitar la interlocución, la coexistencia, la inclusión que nos llevaría a aceptar que tenemos mucho más en común de lo que a algunos estarían dispuestos a admitir. Cada uno sabrá qué réditos espera de esta actitud tan exitosa últimamente en el territorio europeo.

Por todo lo anteriormente dicho, os pido que dejéis de invocarme, por favor. No pertenezco a nada ni a nadie, no soy una pose que se pueda inmortalizar con una instantánea. No me utilicéis para propagar el miedo. Ni siquiera soy definible ¡Soy un fantasma! No puedo ser como tú pretendes ni como nadie quiera que sea. Ya lo decía la cantante: “yo no soy esa que tú te imaginas”. Mi esencia se halla en continua transmutación. Si alguien cree haberme atrapado en una imagen, seguro que se trata de una pareidolia. Estoy por asegurar que ni siquiera soy un fantasma. Es posible que ni siquiera exista el FIN.

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