“La letra que florezca”, poemario de Javier Guzmán Téllez

José Agustín Blanco Redondo. “La letra que florezca” se presentó al público el 3 de julio de 2024 en el auditorio Inés Ibáñez de Valdepeñas. Este poemario es un día largo del comienzo del estío. Publicado en 2024 por la editorial Loto azul, “Tótem” da título a su primera parte. Y como si la alborada nos sorprendiera, contemplamos cómo el cielo se restriega de malva, galena y amarillo. Un gorjeo de verderones y jilgueros. El aroma de las jaras y el cantueso. El tacto del torvisco en las umbrías. Los dos primeros versos de “Amapola” ya suponen un temprano reto al lector, pues Javier identifica los corazones de cualquier vertebrado con el escarlata de sus cuatro pétalos, pétalos a los que concede la tarea de albergar, en su gineceo, la rueda de la vida. Son versos sensoriales con una importante carga existencial: “El rojo que rebosa mis ojos/ será verde nostalgia/ cuando el hastío marchite/ la voz del presente.” El sol apenas roza los cerros del naciente cuando leemos el poema “Ave”, una cadena de metáforas que ilustra el primigenio afán de los humanos por aletear en el mismo aire que respiramos, un empeño baldío que se materializa en un último verso conformado de sustantivos que parecen flotar, entre comas ausentes, sobre los cielos más altos del poema: “Las personas quieren ser aves/ y por eso se aferran/ a fe humo pensamientos”. Javier canta a la encarnación de la encina en el ser humano, a ese “Vagabundo de sol y sal/ Danzante eterno de las olas” que es el albatros y al “Remanso de agua y tiempo” que caracteriza a la salamandra: “Eres la lluvia negra condensada.” Como Pablo Neruda en su “Canto General”, Javier canta a ese mismo albatros que el poeta chileno definió en un aguacero de versos: “…en la lluvia del océano,/ surgen las alas del albatros/ como dos sistemas de sal,/ estableciendo en el silencio,/ entre las rachas torrenciales,/ con su espaciosa jerarquía,/ el orden de las soledades.” Y tras esta alborada bellísima, advertimos que Javier Guzmán quiere ser encina, albatros, salamandra. Quiere entreverarse de profunda raíz, de plumas recias, de piel humedecida: “Dónde acabas tú y empiezo yo/ ¿Existe tal límite?” Quienes conocemos a Javier sabemos que no, que la esencia de su vida es esta misma naturaleza a la que humaniza, y la dota de sentimientos, y la hace suya quizá con una avaricia protectora, sublime, muy personal. Javier se embadurna de la resina de la jara, esa planta que coloniza la tierra tras el drama del incendio y elogia la humildad de esas hierbas que sufren las diatribas del arado y del cemento. Javier se identifica también, en el poema en prosa titulado “Mochuelo”, con esta rapaz nocturna, diminuta y cotidiana: “Son los ojos solitarios de la noche, que todo lo saben y nada dicen”. Pero tras leer el poema “Lobo” descubrimos que sus versos destilan el más intenso sentimiento del autor, pues nos confiesa un encuentro, quizá mágico, esperado, enternecedor, entre Javier y este depredador de los montes injustamente denostado. Un encuentro que logró, solo con intercambiar la mirada de Javier con la del animal, alumbrar el sentido último de su propia existencia: “Al fin nos topamos/ lobo y hombre/ La mirada deshizo civilizaciones”.

El sol se descuelga de la vertical del cielo. Es casi mediodía y hace calor. Los días que se acercan al solsticio de verano son los más largos del año, también los más esperados. Es ahora cuando comienza la segunda parte del poemario, “Manantial amputado”. Los versos existencialistas de “Noches adolescentes” tal vez sean un canto triste a sus primeros pasos en la creación literaria: “Es tan egoísta la tristeza/ que en su llanto naufraga/ el último salvavidas de la belleza”. Recuerdo a Javier con apenas veinte años. Una tarde me entregó sus versos primerizos, ilusionados, deudores tal vez de Neruda y Lorca. Lo recuerdo bajo el amparo sanador de aquellos poemas rasgados con el iridio de su pluma y con la tinta de sus vísceras, entre mi ánimo para que se internara en el sanador universo de la escritura. El sol se asfixia con cálida pesadumbre. El poema “Inspiración” surge de un poderoso contraste que habita en el minimalismo de su mensaje: “Contempla/ las horas estériles/ florecer”. También minimalistas son los poemas “A veces vejez” y “Soledad”. Javier emplea un número limitadísimo de palabras para expresar una idea e invitar al lector a hacer su personal interpretación mientras muestra sus sentimientos limpios de artificios. Sabemos —o quizá intuimos— que se emocionó cuando escribió los versos de “Muerte de un cormorán”, lo sabemos —o quizá lo intuimos— al leer la sensibilidad que derraman sus versos, sus descarnados versos, tal vez las lágrimas que embadurnaron la tinta de sus versos: “Nos miramos sin fondo/ mientras el azul se llenaba de vacío/ No había distancia ni cercanía/ Éramos dos puntos de una línea infinita.” Encontramos una atmósfera compartida entre estos poemas de Javier y los primeros versos del poema “Augurios de inocencia”, de William Blake, poeta inglés y promotor de la humanidad universal: “Para ver el mundo en un grano de arena/ y el cielo en una flor silvestre/ encierra el infinito en la palma de tu mano/ y la eternidad en una hora.”

   Javier Guzmán nos obsequia con un texto de escritura automática y lenguaje directo titulado “Terapia” en el que ironiza sobre los libros de autoayuda. También sobre la afiliación quizá excesiva a los fármacos contra los males infringidos a la mente por una civilización que nos subyuga. El autor busca las palabras fuera de la religión y del amor en su poema de contrastes “Rapto” y reivindica en los versos de “Noventas” a los nacidos, como él, a principios de la última década del siglo XX: “Somos todos los niños/ que jugaban a pedradas en las eras/ Mudamos juguetes por litronas…”.

El sol augura, implacable, la hora de la siesta. El calor arrecia. El verdín de las albercas se quiebra con los chapuzones de unos chiquillos que ya no existen, pero que se albergan en nuestra memoria con el mismo empeño de los líquenes a la corteza de los robles. La tercera parte del poemario, “Animal de mis arterias”, comienza con “Pasión”, un poema conceptual de un solo verso, flamígero en su expresión: “Aves cuyo vuelo las incendia”. Encontramos versos surrealistas que nos recuerdan a García Lorca, poeta de referencia para Javier: “Explosión de alas/ Caballos escupidos a las estrellas” y versos que nos muestran imágenes contundentes, evocadoras: “Perdidas/ ojalá para siempre/ las siluetas/ Solitarias carceleras de los sentidos.” También tropezamos con un texto de tradición dadaísta titulado “Duda Urania”, una sucesión azarosa de sustantivos, verbos y adjetivos carente de signos de puntuación en la que Javier, quizá, libera su inconsciente en un afán de rebeldía contra las convenciones que amparan la poesía: “La pala arroja escala y compás sepulta el juguete tus ojos luctuosa galaxia ríe tu boca poliedro miente ensueño.”  Y es esta libertad creadora y antipoética que Javier ensaya ahora, la que propugnaba Tristán Tzara. Como ejemplo del poeta rumano, el ritmo y la sonoridad del verso del poema “El domador de leones recuerda”: “…duermes, duermes sueño acaso nos ves somos pesados antílope azul en glaciar oído en/ las piedras bellas fronteras – escucha la piedra”.

Quedan algunas horas para el ocaso. El calor dobla el aire, lo estremece en un pálpito ondulado que se deja ver, oír, tocar. Javier retorna a aguas tranquilas con su poema al desistimiento amoroso “Queremos sin querernos”: “Es el galope yacente de la mente/ que de sí huye/ hacia su hastío”. Javier retorna, con los versos de “Manantial amputado”, a esa influencia dadaísta que se rebela contra las convenciones establecidas: “Soy eres la desconocida/…Soy eres dicha de ser/…Soy eres nuestras más limpias sombras” e investiga en la contraposición de ideas en su poema “Deseo”, un canto al desasimiento de las posesiones materiales.

Las siete de la tarde. El sol se tiende sobre un jergón de nubes pálidas. Los rastrojos atesoran el calor entre el dorado de las cañas y el rojo agrietado de la arcilla. La cuarta parte lleva por título “Vestido civilización”. Javier libera aquí su inconsciente, aleja la razón y alumbra el texto de escritura automática “2036”, quizá como elogio a los escritores surrealistas de principios del siglo XX. Critica el consumismo, el ruido insolente de la publicidad y la vanidad de los que se creen artistas, pero también visibiliza el drama de las personas que, huyendo de la violencia y la miseria, abandonan su tierra en un sueño a menudo incomprendido por los que aquí habitamos. En el poema “Libre y espiritual” Javier reflexiona sobre esa libertad que buscamos, pero que sólo logra, tras alejarnos de la luz verdadera, encerrarnos tras los barrotes de la soledad: “y te sientes más sola/ que cuando eras tú”.

Se acerca el crepúsculo. Quizá sea hora de pasear por algún lugar fresco, la ribera de un arroyo seco estaría bien, uno de tantos cauces esquilmados que vertebran estas tierras nuestras. “Salmo hostil” es el título de la quinta parte del poemario. Y es aquí donde podemos encontrar “Pétalo porvenir”, obra en la que, con una sorprendente metáfora, Javier describe la fragilidad de la memoria. Es la voluntad la que ata el pasado con el presente y a este con el mañana. En el poema “Canto insomne”, Javier define la poesía como quiebra crematística, insomnio irremediable y salvación del espíritu. Podríamos elegir esta tercera misión poética porque “Al cerrar los ojos solo la luz aguanta” y porque “es hora de orar a la aurora”, aliteración con la que el autor nos resume la vitalidad de su ideario. Pero es en “Oda a los abuelos” donde Javier despliega un lirismo que despierta nuestros sentidos. Es la reivindicación del papel de nuestros mayores en ese mundo rural que tan bien conoce, las faenas agrícolas, la despoblación, el sacrificio, el olvido que, desde las ciudades, los nietos arrojan sobe la memoria de sus abuelos: “Resisten el granizo y la brasa en el paladar/ se hunden los siglos en el granito de sus almas”.

Pronto anochecerá. Contemplamos la luz sesgada de un sol ocre, lento, bellísimo al filtrase por la piquera de un pajar abandonado. El aire empuja la avena loca en los eriales. El murmullo de la cogujada en las cunetas, el graznar de la urraca en los almendros, el reclamo triste del alcaraván. La cercana fragancia del tomillo. El tacto del marrubio y la zarzamora en los ribazos. El sabor de la última obra, mestiza de narrativa y versos, que Javier nos ofrece bajo el título “Danzando con la ménade”. Es una epístola de luz, un sentimiento arraigado en el amor limpio, un desplomarse en los terraplenes de la entrega sincera. Una confesión de intenciones. El olvido del naufragio. Es el final perfecto para completar este largo día del solsticio de verano, este sincero atadijo de versos. Este poemario luminoso, intenso, redentor.

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