Viaje a Bogotá

“La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y
 cómo la recuerda para contarla”
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
(Periodista y escritor colombiano)

En octubre de 2013, hicimos el primer viaje a Bogotá, en una misión internacional. Iba conmigo un compañero leonés. Colaborábamos con un organismo intergubernamental, la CONJIB —Conferencia de Ministros de Justicia de los Países Iberoamericanos—, como expertos en el desarrollo y puesta en funcionamiento de programas de la Unión Europea, para la mejora de la justicia y sus instituciones en los países iberoamericanos.

Tomamos el avión en el Aeropuerto de Madrid-Barajas sobre las 12,30. Pero, cuando íbamos a despegar, se dieron cuenta de que faltaban dos pasajeros que habían facturado el equipaje, pero no tomaron el avión. Después de media hora esperando, el comandante informó por megafonía que procedían a bajar esas maletas por razones de seguridad. Y pocos minutos después, con más de media hora de retraso, iniciamos el vuelo.

El avión iba a tope. Solo estaban vacíos dos asientos delante de los nuestros. La tripulación decidió instalar allí la guardería de campaña. Colocaron a una madre casi adolescente con su niño de pocos meses y con su madre. Para completar ese espacio, en el asiento posterior al nuestro iba un aya encargada de tres niños que solo hablaban francés. Unos angelitos que no dejaron de dar guerra en todo el viaje. El pequeño, a veces lloraba, y sus hermanitos iban peleando y jugando a algo a lo que ninguno quería perder.

Algunas mamás, también con bebés, acudían al improvisado jardín de infancia para calmar a sus retoños cuando les daban la tabarra en el asiento. La función duró las diez horas del viaje por lo que no pudimos descansar. Unas veces la pelota del niño que iba delante, otras, los golpes o los llantos de los de detrás, y a veces, las de otras criaturas y, sobre todo, de sus madres que acudían allí para hablar sobre las cosas que solo a ellas les interesaba.

Mientras leía, sentí algo entre mis pies. Será algún animal, pensé. Pero no. Era el niño de la joven del asiento delantero que, al descuidarse la madre, había decidido explorar por su cuenta y se metió entre mis piernas. Lo cogí, mientras la mamá seguía entretenida con el móvil. El niño sonrió como diciéndome: vaya faena que me he jugado. Ver aquella carita me hizo sonreír. Luego se lo entregué a la que supuse que era su abuela.

Llegamos a Bogotá a las 15,30 —las 22,30 en España—. En aquel vuelo iban más españoles que colombianos, por lo que al ser domingo y haber menos personal en la aduana, tardamos otra hora y media más para que nos visaran los pasaportes. Muchos viajeros eran gente extraña que bebía licores de todo tipo y sin continencia. Parecían estar en alguna misión rara como esas que cuentan en el programa Encarcelados de La Sexta.

Recogimos las maletas y salimos del aeropuerto. En la terminal nos esperaban dos personas de seguridad. En un todoterreno nos llevaron a nuestro hotel que estaba en la entrada de la ciudad, por la vía que venía del aeropuerto. No tuvimos trancones, como llaman los bogotanos a los enormes atascos de tráfico que soportan todos los días.

Dejamos el equipaje y seguimos con nuestra agenda. Bajamos al centro histórico de la ciudad. Estuvimos en la Plaza de Bolívar. Allí vimos la Catedral, el Palacio de Justicia, el Ayuntamiento, el Congreso y la Casa oficial de la Presidencia de la República. El famoso jet lag —el malestar que produce el cambio brusco de horario—, hizo mella en nosotros, y también lo hicieron los 2600 metros de altura en los que se encuentra Bogotá.

Después nos fuimos a un barrio exclusivo de la capital en la parte alta de la misma, donde, en una extensa finca, había una vivienda con las máximas condiciones de seguridad. En ella vivía el popular abogado penalista, Jaime Lombana, quien nos recibió en su fabulosa mansión. Llamaba la atención un ventanal que cubría casi toda la pared de un enorme salón, desde el que se ofrecía una extraordinaria vista panorámica de la ciudad.

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En su despacho, aparentemente austero, pudimos ver un panel con fotografías de profesores y catedráticos de Derecho Penal de las distintas universidades españolas, entre las que se encontraba una de Luis Arroyo, quien fuera rector de la Universidad de Castilla-La Mancha. En la parte lateral de esta estancia, había una estantería con libros que daba paso a una enorme sala de su biblioteca personal, donde almacenaba varios miles de volúmenes.

Después, nos llevó a un restaurante exclusivo —de magistrados, abogados o altos directivos de la Administración—. Durante la cena, entre los platos de diseño que nos sirvieron, —regados con un buen vino argentino—, nos expuso su tesis doctoral que defendería en León, en el siguiente mes de noviembre. 

Aunque tenía cincuenta años, poseía un bagaje político importante —fue viceministro de Justicia y director general del mismo departamento—. Estuvo relacionado con el expresidente Álvaro Uribe, a quien defendía, como abogado, en las más de 200 causas penales que tenía abiertas con la justicia de su país.

A las 12, —las 7 de la mañana en España—, llegamos agotados al hotel.

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