Las misivas del desamor

Ayer todo el pueblo estuvo presente en el entierro. Nadie faltó a la cita para rendir homenaje a aquel hombre sencillo, pero no por ello muy querido. Era Ramón. A nadie se le ocurriría estar ausente, pues quien más o quien menos tenía un grato recuerdo de aquel que ya descansaba en aquella modesta sepultura. Unos lo conocieron en sus tiempos de mozo y de pobre muerto de hambre como zapatero remendón. Otros lo vieron ser conserje en el edificio municipal, el Ayuntamiento. Poco más había podido hacer en su vida nada más que sobrevivir. No obstante, todos coincidían en la misma cosa: era una persona que se hacía querer. Su talante afable, su serenidad afrontar los inconvenientes, la calma con que enfocaba las cuestiones más espinosas, todo ello era el fiel reflejo de la personalidad que poseía, la de un hombre sencillo que se había ganado el respeto y el cariño de todos los vecinos del pueblecito que le vio nacer, y del que apenas había abandonado en un par de ocasiones para cuestiones médicas o alguna visita obligada a algún familiar que había abandonado el pueblo años atrás.

Apenas tenía diez años de edad cuando tuve que asistir a aquel funesto día de despedida de mi progenitor. Mi madre, de riguroso luto negro, difícilmente lograba mantenerse en pie. Mi hermana pequeña, Rosita, aún no había alcanzado las cuatro primaveras. Del resto de mi familia estaban todos, al menos los que habían llegado a aquel momento con vida: mi tío Ramón, por el que me pusieron el nombre, hermano de mi padre; mi tía Juana, su esposa, ambos sin la dicha de haber tenidos hijos, por lo que siempre gozábamos de algún que otro regalito por su parte; mi tío Romualdo, hermano mayor de mi madre, que no se había llevado muy bien con mi padre durante casi toda su vida, pero que a Rosa, su hermana y mi madre, no quería fallarle en tan duro trance; y, por último, estaba el tío José, amigo de mi padre desde la infancia y hermano de mi madre, el cual tenía sólo un par de años más que ella.

A aquella triste cita sólo habían alcanzado una familia más bien reducida, cuyas ramas paterna y materna habían sufrido las consecuencias de la guerra y las posteriores de la posguerra. En aquellos trances habían llegado a desaparecer no sólo tres de mis abuelos (excepto mi abuela Rosa, madre de mi madre), sino también cinco tíos más: Argimira, Francisco y Honorio, hermanos de mi madre; y Evelina y Jacinta, hermanas mayores de mi padre. Todos ellos, por una u otra causa, no pudieron superar las duras condiciones que la guerra les infringió. De mi tío Honorio y de mi tía Jacinta, cuyo pelo era más bien pajizo, dijeron incluso que los habían llamado en su momento “rojos” y que quizás por ese motivo, cuando un día abandonaron el pueblo un día, nunca más se supo de ellos.

Sin embargo, por más que miraba las caras de pesar de todos los que me rodeaban cerca de la tumba de mi padre, no lograba entender cómo había alguien que no se encontraba allí. Mi tío José había acudido solo al entierro, con rostro muy serio que entendía normal al mostrar respeto por el difunto y también para acompañar en el enterramiento del cuerpo de mi progenitor. Pero ¿dónde se encontraba mi tía Mercedes? Esa era una pregunta que no me atrevía a plantear en voz alta, aunque mirando los rostros y escuchando algunos rumores, parecía que no sólo yo me había percatado de aquel detalle y que las causas de aquella ausencia eran conocidas por más de uno de los adultos allí presentes. ¿Qué secreto escondía la no presencia de mi tía en el entierro de su propio cuñado? Nada podía justificar que allí no estuviera y, aun así, eso mismo era lo que estaba sucediendo.

Pasaría el día de autos. Después transcurrió una semana. Luego un mes, dos y hasta tres. El verano había llegado a su fin y la llegada de la vendimia había reunido a más de uno con sus habituales compañeros de fatigas. Apenas había crecido por entonces un par de centímetros desde la despedida de mi padre… pero aún nadie me había dicho qué ocurría con mi tía Mercedes, pues ya no la había vuelto a ver. Seguía siendo considerado un niño al que ciertos episodios no debían ser contados por no gozar de la madurez suficiente para comprenderlos.

Finalizaba entonces el mes de septiembre, cuando ya el otoño parecía asomarse, aunque de forma tímida. Habían comenzado las clases y las buenas temperaturas invitaban a que la gente pudiera darse un paseo poco antes del anochecer.

Fue en uno de aquellos días cuando de pronto, al pasar por la fachada de la casa de mis tíos José y Mercedes, observé cómo mi tía se había asomado a la puerta de la calle y, tras asir una silla, sentarse a tomar un poco el fresco. Estaba sola, con cara triste, desanimada. No sabía si acercarme y conversar con ella cuando fue mi tía quien levantó la cabeza diciendo:

-¡Ramoncito! ¿Cómo estás, hijo mío?

Su reacción me sorprendió tanto que no supe cómo responder:

– ¡Bien…tía, gracias!

– ¡Acércate que te vea! ¿No has crecido un poco? – me preguntó cariñosamente.

Algo remolón, me acerqué, y en ese preciso instante asomó por la puerta con otra silla mi tío José, quien intrigado se dirigió a mí:

– ¿Cómo estás muchacho? Hacía tiempo que no nos visitabas. ¿Qué tal están tu madre y tu hermana?

– Todas bien, gracias, tío. Las cosas del colegio que ya, al cambiar de curso, me han impedido poder venir a saludarles. – respondí a mi tío, al mismo tiempo que veía cómo el gesto de mi tía mostraba cierto desagrado.

– ¿Quieres algo de beber, Ramón? ¡Con este calor que hacer seguro que tienes mucha sed! – me preguntó mi tía.

– No se preocupe, pues ya voy camino de casa, que me están esperando para cenar.

– Como veas, hijo. Da un beso a las dos Rosas que hace tiempo que las veo. – me dijo cariñosamente mi tía Mercedes, mientras miraba el gesto más serio de mi tío José.

Me despedí entonces de ellos y en el regreso a casa caí en la cuenta de que algo había ocurrido el día del entierro para que mi tía no estuviese.

Aquel día se me quedaría en la retina durante años. La diferencia de caracteres de mis tíos y aquella conversación me dio más información de la esperada, pues algo que se me había escapado en el cementerio lo había llegado a conocer.

Acabé el bachillerato, logré superar las pruebas de acceso a la universidad e inicié mi carrera universitaria en la especialidad que siempre me había gustado, a pesar de que muchos me aconsejaban que eligiese otra alternativa con mejores salidas. Historia había sido mi opción elegida. El estudio de los acontecimientos pasados, de cómo habían evolucionado los países, la lista de reyes y también reinas, todo ese conocimiento me había decantado por elegir la Historia.

Sin embargo, no todo iban a ser alegrías a lo largo de aquellos años universitarios. De pronto recibí una llamada de mi hermana Rosa, pues ya había crecido y no le gustaba tanto lo de Rosita. En ella me decía:

– Hermano, nos acaba de llamar el tío José, que ya sabes que se encuentra muy mal de los huesos, para avisar que la tía Mercedes está ingresada porque se ha caído.

– Gracias, hermanita, por avisar. En cuanto acabe las clases de esta tarde me acerco al Hospital sin falta.

– Primero habla con el tío, pues anda muy decaído y también está lo del régimen de visitas, para que te dejen pasar. – me avisó Rosa.

– Está bien. Así haré. Luego te cuento cómo me ha ido.

Apenas transcurrieron dos horas cuando tenía frente a mí a un hombre que había perdido la vitalidad de años atrás. Era mi tío José. Ya no mostraba el rictus serio cuando hablaba de su esposa como cuando era niño, sino que más bien la ternura y la sensiblería parecían desprenderse de sus palabras. En aquellos seis años desde la conversación que tuvimos en la puerta su casa apenas habíamos cruzado algunas palabras. La inocencia de aquel niño les había puesto en alerta y, cada uno de ellos, mí tía Mercedes y mi tío José, por separado, habían decidido mantenerse como marido y mujer, pero ya la convivencia en aquella casa se había convertido en mera formalidad. Era un matrimonio roto, pero aún nadie me había explicado cuál había sido el motivo de su ruptura.

Un par de días después de hablar con mi tío, fui a visitar a mi tía. Se había convertido en la sombra de la que yo conocía. No creí nunca que pudiera contemplar aquella estampa tan demacrada. Ya no mostraba la sonrisa que me levantaba el ánimo cada vez que, de pequeño, llegaba a su casa con algún moratón o algún rasponazo y, por arte de magia, me lo curaba. Ahora fue ella misma la que cambió el ajado rostro al verme cruzar por el umbral de la puerta. Nadie la acompañaba en aquellos instantes. Mi tío había estado hasta hacía un rato y, al encontrarse cansado, se había marchado a casa para volver por la mañana.

– ¡Cuánto tiempo sin verte, Ramón! ¡Te has convertido en todo un hombre! – entre lágrimas de alegría expresó la que yacía en la cama de un hospital.

– Perdón por no venir antes, tía, pues apenas me acabo de enterar.

– Nada tengo qué reprocharte, hijo. Pero, cuéntame todo. ¿Tienes ya novia o más de una? ¿Qué tal los estudios en la universidad? Me dijeron que te gustaba la Historia.

– Todo bien, tía, pero ¿qué le pasó para estar aquí?

– Cosas de cuando te haces mayor, hijo. Una pierde los reflejos y, cuando no ves, cometes imprudencias.

– Sin embargo, hace mucho tiempo que no nos vemos y aún necesito preguntarle algo que me reconcome desde hace años.

– Sabía que no se te escaparía ni una. Estaba esperándote para contarte todo, pues también aquel día tenía ganas de hacerlo, pero aún eras muy niño y… no estábamos solos.

Esas últimas palabras de mi tía me reafirmaban en las sospechas que había tenido desde siempre. Aún recordaba el gesto de mi tía, el disimulo con el que había tratado de enmascarar un golpe o algo parecido que atisbaba en su rostro. Pero ¿quién era yo para preguntar aquello por entonces? Aún tenía hoy en día mis dudas al respecto, aunque la complicidad de mi tía me invitó a ello:

– ¿Puedo preguntarle algo que quizá no le llegue a gustar, tía?

– Dispara, muchacho. Intentaré hacerlo.

– El día que estuve por última vez en su casa, cuando charlamos en la puerta de la calle mientras habían salido a tomar el fresco, ¿no tenía en el rostro algo así como un moratón por haberse dado o recibido un golpe?

– ¡Ay, hijo mío! ¡Qué listo y atento has sido siempre! Veo que no se te escapa ningún detalle… aunque quizá la respuesta sea más profunda de lo que crees y también te sorprenda. Acércate a ese armario y tráeme mi bolso marrón. Necesito contarte algo que llevo mucho tiempo guardándome para mí.

Obedecí a mi tía, expectante, desconcertado, a la espera de lo que aquella bolsa podía esconder. Se la entregué y ella, presurosa, me dijo:

– Antes de enseñarte una cosa, he de pedirte perdón por la historia que voy a contarte, pues seguramente te afectará.

– No entiendo…

– Escúchame y entenderás. Ha pasado mucho tiempo de aquello, pero tu tío, aunque no debería haber hecho lo que me hizo, tenía motivos para ello.

– Sigo sin entenderte, tía.

– Cuando conocí a tu tío, no estaba sola, ya tenía un novio… Eran otros tiempos y tampoco se podía mantener una relación abierta como las que hoy en día puedas llegar a tener tú.

– ¿Eso qué tiene que ver conmigo, tía Mercedes?

– Bastante no, muchísimo. Mi novio de aquel entonces era… tu padre.

– ¿Cómo es eso posible si eran hermanos?

– Precisamente por eso. Ya me había fijado en tu tío, aunque tu padre al ser mayor y más lanzado se adelantó y me propuso que empezásemos a salir.

En aquel momento mi asombro y mi perplejidad se mostraban a través de mi rostro que era todo un poema. Miré a los ojos a mi tía y no sabía qué decirle. Dudé y quise resolver mis dudas:

– Pero ¿por qué el tío José te llegó a pegar?

– Eso es lo que ahora te quiero y debo enseñar. Es la prueba tangible del amor y desamor que mantuvimos tu padre y yo. Estas cartas, cuando ya estaba casada con tu tío, las conservaba en lugar seguro en un trastero de nuestra casa. Tenía una caja de zapatos donde las almacenaba que tu tío había visto. Hasta cuarenta y ocho llegamos a escribirnos, la mitad de cada uno, pero quería conservarlas lejos de la mirada sospechosa de tu tío José. Y fue entonces cuando hablé de ello con tu padre…

– ¿Acaso me estás diciendo que son las 48 cartas que mi padre escondió? ¿Esta es la prueba de que mi tío te levantara la mano? ¿Mi madre nunca supo nada?

– De las cartas tu madre no se enteró, aunque conoció la relación que tuve con tu padre. De hecho, algunas veces me cubrió incluso las espaldas para que mis padres no me castigaran. Aún éramos demasiado jóvenes. Sin embargo, tu padre se fue a la mili y vino algo cambiado. Ya no sentía tanto interés por mí, aunque siempre había quedado algo de lo que hubo entre nosotros. En ese lapso fue cuando tu madre, que siempre estuvo enamorada de él, lo buscó hasta que empezaron a salir. Lo demás ya es parte de nuestra historia.

– ¡Madre mía! La verdad, tía, nunca habría sospechado de algo así.

– Ciertamente es difícil de entender con los tiempos que corren y cómo establecéis las relaciones los jóvenes de hoy en día. En aquella época era todo muy diferente.

– Es una gran historia de amor, tía. Gracias por contármela.

– No sólo te la he contado y te he mostrado las cartas. Te he de pedir un gran favor. ¿Podrías encargarte de conservarlas y así tener alguna historia que contar a tu familia cuando ya tengas hijos o nietos?

– Nada me hace más honrado, tía Mercedes. Por cierto, creo que es hora de marcharme pues has de descansar.

– Ve pues, hijo.

Fue la última vez que hablé con mi tía y ese secreto aún lo conservo.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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