“Saber a qué temes es lo que te hace capaz de superarlo. Negar que sientes miedo de algo o alguien sólo te hace aún más vulnerable”
SANTIAGO POSTEGUILLO
En estos últimos días hemos conocido algunos casos de inseguridad que han conmocionado a la opinión pública. Uno es el asesinato de tres ciudadanos españoles cuando visitaban Afganistán por el grupo terrorista Estado Islámico. Y, entre otros, el atentado en Colombia de un grupo de disidentes de las FARC, que ha causado cuatro muertos y numerosos heridos, en una oficina de la policía nacional colombiana.
Hace poco tiempo se han conocido varios casos de ciudadanos españoles que han enfermado gravemente fuera de nuestro país a quienes se ha tenido que repatriar de manera urgente para ser atendidos en España o han fallecido, —como le ocurrió al canario Juan José María González Chaves—, que murió en México tras estar hospitalizado durante más de veinte días y después de gastarse su patrimonio para ser atendido como requería su enfermedad.
Estos acontecimientos me han hecho recordar varios viajes que hice a Colombia entre 2013 y 2015, cuándo la guerrilla y el estado colombiano todavía no habían suscrito los acuerdos de paz hoy vigentes. Un día en Bogotá, hicimos un viaje hasta una delegación gubernativa regional. El recorrido fue accidentado por las restricciones de tráfico, debido a una manifestación de agricultores que habían tomado el centro de la ciudad.
Según avanzábamos, la aglomeración de gente aumentaba. Con mucho retraso, llegamos a nuestro destino. A aquella delegación, para nuestra sorpresa, entramos empujados y casi en volandas. El centro se encontraba en la frontera de la zona segura de la ciudad, ya que, a partir de la Avenida Décima, —donde nos encontrábamos—, comenzaba un submundo en el que campaban por sus respetos la gente de la mala vida.
Al día siguiente, el conductor que nos acompañó durante todo el viaje por la capital colombiana, nos contó que el día anterior, en la famosa Avenida Décima, nos siguieron un grupo de sospechosos, que detectó el servicio de contra vigilancia. Estuvieron atentos a la situación para evitar cualquier incidente. Pero no se conformaron con eso. Forzaron nuestra entrada en el edificio gubernamental, para que no corriéramos ningún riesgo.
Pero en el día a día, vivíamos, no con temor, pero sí con cautela y manteniendo unos hábitos prudentes en nuestros movimientos habituales por la ciudad. Durante las tres misiones que realizamos, estuvimos acompañados por personal de seguridad del Gobierno y dispusimos de un chofer que manejaba un carro blindado, como ellos llaman a conducir y a los vehículos automóviles, respectivamente.
A nuestras llegadas al Aeropuerto de El Dorado, nos esperaban dos personas de seguridad que nos acompañaban hasta nuestro hotel, que estaba ubicado en un lugar discreto. Aquel establecimiento era modesto, —para no llamar la atención—, y se encontraba muy próximo al recinto ferial de Corferias. Entre otras, allí estaba la embajada de los Estados Unidos. Y en la zona convivían las Fuerzas de seguridad con personal de la seguridad privada.
En una ocasión, después de realizar algunas compras, la dueña del establecimiento nos preguntó por el hotel en el que nos alojábamos y cómo queríamos regresar. Ella nos acompañó hasta una plaza para elegir el taxista con el que haríamos el viaje. Después de rechazar a varios conductores de poco de fiar, —según ella—, tomamos un servicio en el que el conductor era de su confianza. Aunque no tuvimos problemas, aquello nos hizo sentir la latente inseguridad en la que vivían tanto los nacionales colombianos como los turistas extranjeros.
La visita a Casa Andrés, en Bogotá, parece obligada. Allí estuve en dos ocasiones. Una vez cenando y otra, tomando unas copas. Este es un establecimiento polivalente con varias plantas dedicadas a ocio, con pubs y discoteca, además de los variados servicios de restauración. Llama la atención una puerta blindada que hay que franquear para poder entrar. Después nos encontramos con varios miembros de seguridad que llevaban al hombro sus armas largas cargadas y dispuestas para ser usadas, si fuera necesario. Aquel recinto era un fortín, lo que permitía la tranquilidad de sus clientes.
En un viaje que hicimos a la Catedral de Sal de Zapaquirá, al taxista que nos llevaba, le hicieron rellenar —en el hotel en el que nos alojábamos—, numerosos documentos para responsabilizarse de nuestra seguridad. Y, a lo largo de un recorrido de unos cuarenta kilómetros, el vehículo fue detenido en varias ocasiones, —por la policía o por miembros del ejército—, que, apostados en los márgenes de la carretera, garantizaban la seguridad de los viajeros.
Todos estos casos ponen de manifiesto la vulnerabilidad que se tiene en países en los que las condiciones de seguridad o de atención sanitaria, son manifiestamente mejorables. Nuestro nivel de confort en España, como en la mayoría de países de nuestro entorno, nada tiene que ver con las condiciones que tienen estos países, que están muy lejos de las que disfrutamos en los países occidentales europeos.
Decía el escritor ruso, Fiodor Dostoievski, que “la verdadera seguridad se halla más bien en la solidaridad que en el esfuerzo individual aislado.” Y quizás tuviera razón, pero, sin una mínima seguridad en los países, su población no puede gozar de sus derechos.