Estampas de Pueblo (1): Un bañista peligroso

Manuel Valero.- Andaba el párroco malhumorado desde que la joven Fidela Dosantos enseñara las pantorrilas en un descuido al salir de la Casa de Baños a recoger el sombrero que le arrancó de la cabeza un golpe de aire. Fue vista por la señora Luque que caminaba por el ejido entre catalpas y acacias leyendo un libro piadoso. Fue verla y casi se le cae al suelo la vida de San Gregorio por el aspaviento con que se santiguó.

-¡Jesús! ¡Estas mocitas se creen que están en aguas cantábricas!

No le faltó tiempo para envenenarle los oídos a don Atilano.

-Ese balneario hará de Pueblo una nueva Babilonia. ¡Qué digo Babilonia… una Sodoma. ¡Jesús de Medinaceli! – exclamó con la intolerancia pétrea de una beata.

La preocupación de don Atilano no era tanto por la ligereza de la juventud. Apenas hacía caso a los comentarios de las señoras de bien que miraban el balneario con terror pecaminoso, pues no había ocurrido nada desde que el señor Mestre lo  inaugurara en 1855, que atentara contra el mandato de Roma y todos los concilios celebrados desde el primero. Pero aquello de la pantorrilla podría descerebrar a más de un mozo y atraerlo hasta el pecado mismo sin remisión. Sin embargo no consideraba don Atilano que aquello de la joven constituyera un escándalo digno de un auto de fe. No era lo mismo la inocente ligereza de la muchacha como el caso que lo tenía en permanente desasosiego, mucho más grave que el de las carnes sueltas. Se lo dijeron cinco días antes y desde entonces no había misa en la que no soltara airadas advertencias ante el peligro de que el ideal masón, la palabra del mismísimo diablo, prendiera entre la gente acostumbrada a las visitas veraniegas de los bañistas que llegaban con su cosmopolitismo y laxa moralidad a Pueblo para tomar las aguas o sumergir la barriga en el balneario para calmar las tripas. El asunto del masón era mucho más grave que las sedosas pantorrillas de Fidela Dosantos, una joven de diecisiete años natural de Elvas.

-Muy bien, doña Aparición. Váyase tranquila, que ya me ocupo yo. Pero ahora, déjeme, tengo ocupaciones en las que pensar.

-Como usted diga, don Atilano, pero esto hay que cortarlo de raíz, que se empieza por una fruslería y se acaba en la antesala del desenfreno más absoluto.

-De acuerdo, señora Luque, de acuerdo…

-Y qué es eso que le preocupa si se puede saber…

– Un bañista en la Casa de Baños. Masón -dijo.

-¡Cielo Santo! ¡Masones y señoritas descocadas! ¡Jesús, María y José, Cristo de Medinaceli y Virgencita de Gracia! Esto es Sodoma, Sodoma y Gomorra – y se fue mascullando letanías mientras se golpeaba el pecho con un abanico con tanta fuerza que acabó dibujándoselo en el pecho por los retorcimientos de la sangre.

Don Atilano suspiró. Se sentó abatido en su despacho. Releía los informes que tenía sobre la mesa.  Ya estaba al corriente de que el piso superior del balneario era un centro de chismes y un mentidero político cuyas conversaciones se filtraban al común como se filtraba el agua agria por todas partes en aquel antro de pecado para la señora Luque.

Todo sucedió cuando una mujer llamada Adelfa había alquilado una habitación a un bañista cubano que vino a tomar las aguas con su piel de chocolate, su sonrisa perpetua y sus dientes como teclas de piano. Se llamaba Anselmo Cortés y había interrumpido bruscamente su estancia en contra del criterio médico pues le quedaban aun una docena de abluciones. En su desordenado afán de hacer la maleta para coger el expreso de regreso a Madrid, se dejó un tubo de latón con un documento en su interior que resultó ser un diploma que lo acreditaba como  masón. Apenas informó la casera a las autoridades se puso en marcha un dispositivo que ocupó al alcalde y al juez y a la guardia civil que no reparó en dedicar todo el tiempo del mundo en interrogar a cuantos hubieran tenido el mínimo contacto con aquel enemigo de la Iglesia. Y aquella tarde, según tenía entendido, pasarían por el interrogatorio los últimos bañistas, entre ellos la joven Fidela y su madre, una mujer tan dimensionada que andaba balanceándose de un lado a otro respirando a cada envite. El párroco había sido autorizado por el obispo de la Diócesis a asistir a las pesquisas de la Benemérita.  No se sacó nada en claro y todo quedó en el más absoluto de los misterios para padecimiento de don Atilano. Así que se le requirió al médico director del balneario, don Nicomedes Delgado que pusiese más celo en informarse de los asuntos de los bañistas para evitar futuros sofocones. Se podría tolerar la relajación de la moral en época estival pero convertir el balneario en un nido de conspiración masónica era de todo punto intolerable.

A la semana siguiente partieron Fidela y su madre. Una calesa las llevó hasta la estación de ferrocarril a través del arbolado del ejido bajo una sombra de acacias y plátanos. Ya acomodadas en el departamento del vagón, la madre notó los nervios de Fidela.

-¿Te ocurre algo chiquilla? Parece que tienes azogue.

-No es nada, mamá, es que he conocido a un chico en los baños y… bueno, apenas hemos hablado, buenos días, buenas tardes y nada más, pero una mañana mientras paseábamos por el ejido me deslizó una nota en la mano. Me preguntaba cuando regresaríamos a la ciudad y yo le pasé otra…

-¡Pero niña!

-Ay, mamá, no te sulfures, es que… es tan apuesto y tan elegante. Además es muy rico…

-Eso facilita las cosas, Fidelita, no te lo voy a negar…

-Le informé de nuestro regreso y la hora de llegada si este trasto no se escacharra por el camino. Nos espera en la estación, mamá. ¡Nos espera en la estación!

La información de la buena posición del joven tranquilizó a la madre al cabo ya de todo los detalles: industrial azucarero, con casas en Madrid, Bilbao y la Habana.

-¿Y cómo se llama ese atrevido pretendiente?

-Anselmo Cortés

-¡El masón!

-Si…

-¡Por todos los diab….quiero decir por los clavos de Cristo!

-Llegó una semana después que nosotras y como nuestra estancia estaba por acabar dejó los baños y regresó a Madrid.   

El tren se fue alejando con su penacho de humo. Dejaba atrás un grueso cordón que se desvanecía atravesado por los últimos rayos del atardecer.                  

-Es mulato, mamá.

-Es rico, así que duerme… 

FIN

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