Un día de otoño del año 1997, sobre las 15 horas tomé un AVE en Atocha con destino a Ciudad Real. Yo llevaba poco tiempo haciendo diariamente ese recorrido, pero me sorprendía su flexible accesibilidad y la confortabilidad de estos trenes; la rapidez del viaje; y, sobre todo, la puntualidad del servicio. Así, los viajeros de entonces, no teníamos mayores motivos de preocupación. Nada que ver con lo que hoy padecen los pasajeros de un más que devaluado servicio de alta velocidad que ofrece RENFE a los sufridos usuarios de sus trenes.
Recuerdo que llevaba el coche número 2, que era de clase preferente para no fumadores. Al acercarme a mi asiento vi que me tocaba compartir viaje con una joven que llevaba sobre su cabeza una chapela de color gris que le deba un aspecto, aparentemente bohemio. Pero solo era una falsa apariencia. Aquella joven de la chapela, no tenía nada de errática o de informal. Los comentarios que hizo, se alejaban del cliché con el que se asociaba a la gente bohemia de aquellos años.
Ella llevaba un transportín, en cuyo interior iba un imponente gato persa de pelo blanco, que había puesto encima de la mesa. Después de saludarnos ella me dijo, que si me molestaba lo ponía en el suelo, que el asiento era espacioso y que no tenía problemas para ponerlo debajo de la mesa. Le dije que no, que estaba bien allí y que a mí no me molestaba. El animal iba tranquilo y durante todo el recorrido, no hizo ningún ruido, ni siquiera se movió.
Me contó que para poder llevar a su mascota, tuvo que sacar una guía veterinaria y abonar una tasa para el viaje. Que era todo un engorro, pero no quería dejar al felino solo en su piso y por eso lo llevaba a una finca de Almodóvar del Campo en la que iba a pasar unos días con sus padres. A su padre le gustaba la caza y acudía allí, varias veces al año, cuando se abría la veda. Que ella se bajaría en Puertollano, hasta donde vendrían para recogerla sus progenitores desde la finca en la que se alojaban.
Durante todo el viaje hablamos animadamente. Ella me contó que su marido, siendo muy joven, había sido un alto directivo de la corporación industrial de Banesto. Pero cuando expropiaron el banco y detuvieron a Mario Conde, él se quedó sin trabajo y con una elevada deuda, que ya no podían pagar, por una vivienda que habían adquirido en un barrio exclusivo de Madrid. Que dada la precariedad económica en la que se quedaron, poco tiempo después, —para evitar que se la embargaran—, la tuvieron que malvender.
Sus vidas —continuó—, habían cambiado mucho desde entonces. Él encontró trabajo en una compañía de seguros, pero las condiciones laborales nada tenían que ver con las que tuvo como directivo de la corporación. Por su parte, ella, que no había realizado ninguna actividad laboral hasta ese momento, comenzó a trabajar en una agencia de viajes de un amigo de su padre. Dijo que le gustaba lo de las relaciones públicas y que, aunque había estudiado Psicología, no tenía ningún interés por ejercer su profesión.
Yo le conté, entre otras cosas, algunos temas relacionados con los commuter, —como nos llamaban a los que utilizábamos este servicio diariamente para ir a trabajar—. Hablé de las bondades del AVE, aunque no le dije nada sobre lo gravoso que nos resultaba a la mayoría de viajeros. Hoy, las condiciones son manifiestamente mejorables. Los trenes son incómodos; más lentos, —el viaje dura un 30% más que hace veinticinco años—; el acceso es muy poco flexible; y la puntualidad, hace tiempo, que dejó de ser un referente de calidad del servicio.
Ella habló de todo lo que les había ocurrido, tras la expropiación del Banesto. Les había frustrado la mayoría de los proyectos de vida que ellos tenían. Como adquirir un chalé en la sierra o un apartamento en la playa; comprar un coche de marca alemana; o hacer viajes a países exóticos, como Tailandia y Japón. Habló del reloj biológico de las mujeres, porque esa situación había pospuesto su deseada maternidad, que era una de las cosas que más le preocupaba. Dijo que estaba al límite de la fertilidad porque pasaba de los treinta años.
El viaje se me hizo corto y agradable. Y como ella continuaba viaje, en el mismo tren nos despedimos.
Luego recordé al intruso presidente de una gran corporación española, —tal como consideraban a Mario Conde los directivos de la banca—. Él era un brillante abogado del Estado y tuvo negocios rentables, como la farmacéutica Antibióticos de León, de la que fue cotitular con Juan Abelló. Fue el prototipo de la cultura del pelotazo y la especulación, característico de aquellos años. Su éxito profesional y empresarial, era incuestionable, pero su ambición fue más lejos. Y su avidez por el dinero y el poder, le hizo precipitarse a los infiernos.