“La esperanza no es lo mismo que el optimismo.
No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido,
independientemente de cómo resulte”
VACLAV HAVEL
Como ocurre con cierta frecuencia, estos días me he encontrado por Ciudad Real con una antigua compañera de viaje. Ella sigue yendo a Madrid todos los días, como yo hice durante casi treinta años. Pero como es joven, todavía le quedan muchos años para seguir haciéndolo. El encuentro fue casual y, aunque breve, nos dio tiempo para contarnos las cuitas de los últimos años. Y han sido muchas y muy intensas las que nos han tocado vivir.
Pero más allá de las graves enfermedades padecidas o de las pérdidas de seres queridos muy próximos, nos mostramos, decididamente, con voluntad para seguir disfrutando de la vida. De esta mujer destacaría, además, su denodado esfuerzo y su valentía para no darse por derrotada. Y así lo hace por sus padres, por sus hijos o por sus sobrinos, pero, sobre todo, por ella misma. Lo mejor es que parece no necesitar ayudas o apoyos externos.
En el periplo de la vida, a veces, nos vemos obligados a hacer paradas no programadas. Pero el viaje continúa y aunque allí hayamos dejado a algún ser querido, nos toca mirar hacia adelante y retomar nuestro camino. El apoyo de los más allegados es muy importante, pero además necesitamos poseer —como ella tiene—, la fortaleza de ánimo suficiente para, sin dejar de añorar a nuestros deudos, seguir hasta el final del recorrido que tenemos marcado.
Hace algunos años, —mientras estuve ingresado en un hospital de rehabilitación neurológica—, conocí a un enfermo de ELA, —la misma con la que el ex-futbolista Juan Carlos Unzué hizo sonrojar a nuestros políticos—, que me dio una lección de pundonor. Era profesor universitario jubilado, al que acababan de diagnosticar la enfermedad. Sabía que su final tenía fecha de caducidad, pero él les dijo a sus rehabilitadores, que necesitaba saber que podía hacer para retrasar su inevitable deterioro.
Sin mucha convicción, los profesionales del centro le dijeron que podía hacer algunos ejercicios para mantenerse física y anímicamente lo mejor posible. Y él, pese a saber que muy probablemente aquello no le iba a servir, inició con decisión las actividades que le habían recomendado. Un día me dijo: “yo sé cómo evoluciona esta enfermedad. Un conocido que la padecía, falleció el año pasado. No quiero acabar como él. Estuvo depresivo y, al final tuvo hasta instintos suicidas”.
Este hombre, —sin justificación científica que lo avalara, o por autocomplacencia—, me comentaba que si la enfermedad avanzaba dos pasos, él tenía que intentar recortarle por lo menos medio para retrasar el ineludible deterioro que le esperaba. Aunque su avanzada edad podía ser su aliada, pensaba él. Yo no vi la evolución completa de su enfermedad, pero cuando recibí el alta, —después de coincidir con él durante varios meses—, no noté que su estado hubiera empeorado. Aunque a lo mejor es que todavía no era visible.
Hace tiempo, conocí una historia de fortaleza, esperanza y voluntad sorprendentes. A una mujer joven le diagnosticaron un tumor cerebral, cuando acababa de ser madre por primera vez. El pronóstico de supervivencia era, seguramente, breve. Pero ella se propuso hacer todo cuanto estuviera en su mano para proporcionarle a su hija el mayor tiempo posible para ayudarla y darle todo su cariño. Y a ello se dedicó con empeño y con todas sus fuerzas.
Después de varios tratamientos agresivos de quimioterapia, de radioterapia y de tres intervenciones quirúrgicas, parecía que no había mucho más que hacer. Pero un oncólogo le dijo que había una terapia en fase experimental que le podía ser útil. Era un tratamiento que se utilizaba para tumores testiculares. Y ella, no se lo pensó. Decidió que le aplicaran aquella terapia, para poder continuar con su propósito, apoyar a la que era su única hija.
Durante años, soportó con buen ánimo el tratamiento que le pautaron. Pero la evolución de la enfermedad siguió su curso, y día a día, ella veía que su maltrecha salud empeoraba. Cuando llevaba casi diez años padeciendo la enfermedad y vio que su tiempo se le acababa, dijo: “yo quería darle lo mejor de mí a mi hija, pero ha sido ella la que me ha dado la vida durante todos estos años”. Y poco tiempo después, sin hacer ruido, ella se marchó.
Sin la inquebrantable esperanza y la persistente voluntad de los tres anónimos protagonistas de esta historia, la derrota habría llegado antes de haber iniciado la dura lucha que tenían que afrontar para seguir viviendo con dignidad. Porque su frustración les habría ahogado sus esperanzas, les hubiera acortado la vida y, sus inevitables padecimientos, se les habrían hecho mucho menos llevaderos.
Decía Napoleón Bonaparte, “Nada es imposible si se tiene el coraje de intentarlo” y eso es lo que hace más fuerte a quienes tienen esperanza y voluntad para sobrevivir en un entorno hostil.