Manuel Valero.- El sábado preelectoral del 2 de marzo de 1996, camino del periódico escuché en la radio del coche decir a un locutor en la SER (no era Iñaki Gabilondo, que éste sí merece un respeto) que votar al PP era hacerlo por los herederos de los que mataron a García Lorca. Ya se barruntaba la victoria amarga de José María Aznar y la derrota dulce de Felipe González. Sobre el bueno de Joaquín Almunia cargó después González la carga de la sucesión en la secretaría general del PSOE. Pero Almunia, no contento porque no se sentía legitimado del todo, convocó primarias que las ganó Josep Borrell. Y pasó que El País y el aparato le recordaron un par de asuntillos con Hacienda, Borrell dimitió y se presentó como candidato a las elecciones generales de 2000… quien perdió las primarias para perder estrepitosamente frente a Aznar: Almunia dimitió honrosamente esa misma noche.
Bien. Las palabras del locutor me parecieron exageradas, descomunalmente exageradas, por mucho que las matizara o contextualizara, porque aún no se había reeditado el neocainismo de muros que padecemos hoy. Y muy extrañas. En 1996, ya veníamos de disfrutar de casi 20 años de democracia. Tal pensamiento me indujo a poner en duda mi posicionamiento político debido a mi tibieza. Si era capaz de criticar a un periodista progre por decir lo que dijo, es que me había picado un tábano de derechas. No le di importancia porque siempre me ha gustado mantener intacto y a salvo mi criterio, con ciertas debilidades no lo niego, pero dignamente y a salvo. Soy y he sido en el buen sentido de la palabra un pensador libre, que no quiere decir necesariamente un pensador acertado (librepensador suena decimonónico) y aun así me parece un poco vanidoso porque pensar, pensar, pensamos todos. Bueno, ustedes me entienden.
Me acordé, claro, de mis votos a Julio Anguita y a mi amigo Florentino López (qué malo es votar por amor o amistad, casi no sirve para nada, pero es una genialidad como sostenía Oscar Wilde al reflexionar sobre la belleza de lo inútil). Luego fui atando cabos.
Años después el cineasta manchego Pedro Almodóvar, genial en sus orígenes de loca comedia ochentera y reiterativo y aburrido en sus dramas de colores planos, soltó en una rueda de prensa ante los medios internacionales que había oído rumores de que el PP había urdido un golpe de Estado tras los trágicos y dolorosos atentados del 11 de marzo de 2004 ya que quería decretar del estado de excepción y mantenerse en el poder tras anular las elecciones. “Espero que alguien lo confirme”. Lo dijo, una vez que el PP fue enviado a la oposición y el PSOE regresó al Gobierno de la mano del sonriente perpetuo José Luis Rodríguez Zapatero. A Almodóvar que siempre le ha gustado ensimismarse erró el tiro: al afirmar que un partido político español pasilleó crípticamente para evitar las elecciones, estaba poniendo el foco en toda nación como si media España estuviera vertebrada por un partido bananero. No atacó el prestigio de un PP ya caído sino el de una España que ya avanzaba con paso firme en las libertades, pese a los trallazos del terror. Añadió que durante los ocho años de Aznar la democracia había desaparecido de España. ¿Cómo iba a ser posible tamaño disparate si fue la democracia la que le negó la puerta al PP de Mariano Rajoy, el sucesor? Fue durante los años 1995-2000 que Almodóvar firmó y filmó en un país sin libertades La flor de mi secreto, Carne trémula, y Todo sobre mi madre.
Empecé a tener una idea clara de la línea divisoria que separa a un progresista de verdad, de uno impostado, oficial o de nómina, o sea, de puesto de trabajo, cargo, o de subvención. En realidad, ya me había percatado mucho antes pero intramuros: el nuevo pensamiento social-zapaterista o zapateril acababa de brotar y se preparaba para multiplicar exponencialmente lo que ya era una costumbre y ha reventado floralmente en el sanchismo de opinión camaleónica. Luego de cuatro años vino el cejeo de actores, actrices y cantantes, escritores, profesores de Universidad, con alguna que otra sonada deserción posterior. La ceja no era gratuita, claro.
Y el otro día, como en un bucle infinito aparece otra vez Pedro Almodóvar, y suelta para marcar terreno de su divino divismo, eso de que el dinero que recibe el cine como anticipo del Estado se le devuelve con impuestos y seguridad social. Nos ha jodío. El mismo cinismo que en 2004. Almodóvar se mira mucho porque se cree un cineasta de culto. Le reconocerán con engolada admiración en Francia y allende mares y tierras y será todo lo internacional que quieran, pero muchos compartimos la opinión de que cuando dejó la comedia loca y se metió en el drama no ha hecho sino mil versiones de una misma película con una fotografía que se parece a las revistas de muebles de los años 50 del XX. Bueno, es cuestión de gustos. El calzaeño también tiene muchos, muchísimos entusiastas. ¡Qué mal lo pasó cuando apareció Alejandro Amenábar!
El dinero que los cineastas recibimos como anticipo, lo devolvemos con creces a…el Estado (Sic). Tal vez se le olvidara su nombre en Panamá diciendo que eso lo llevaba su hermano lo cual da idea de su valentía, o de cuando manejó una SICAV para pagar muchísimo menos impuestos, como debe hacer un hipogresista rico que se precie. ¿La mantendrá aún, ahora que se han endurecido las condiciones para maquillar esa evasión legal?
Nunca más se repitió el No, a la Guerra. Aunque en el puerto de Barbate se estaba proyectando un verdadera película de terror que aún no ha concluido. Más que película es serie. Abrazar causas cómodas, buenistas, bienquedas, que casi todo el mundo aprueba, no tiene ningún mérito: reprobar al Gobierno por levantar el ojo operativo y vigilante en la costa gaditana, y sobre todo decirlo en un lugar y ante un sector que se considera propietario de las esencias, si lo tiene. Y mucho.
La hipogresía chachi y de buen vino es una cosa; la progresía de verdad que es más una cuestión de principios que de pasarela: mente abierta, progreso, corresponsabilidad fiscal, coherencia, defensa del talento, respeto, cierta bonhomía, libertad individual, pensamiento crítico y tolerancia, es otra. Y está en la antípoda… o al otro lado del muro. Me duele España.