Manuel Valero.- Pese a la complicada vecindad que compartimos con los franceses acuñada por Alejandro Dumas a quien se le atribuye la frase África empieza en los Pirineos, lo cual no deja de ser curioso en un autor con un buen equipo de negros, Francia es un gran país. De hecho es mi preferido, después de España, claro. Hubiera dado hasta el último franco y hasta Franco de haber podido como rehén, por haber asistido a cualquiera de los grandes acontecimientos que coronan la gran historia gala, sobre todo desde las últimas centurias para acá. Impagable haber asistido a la toma de la Bastilla, a la asamblea del Juego de la Pelota, a las sesiones parlamentarias desde La Montaña, a las conversaciones con los grandes pensadores, ilustrados y enciclopédicos, a los salones napoleónicos de puro neoclasicismo romano, a las revoluciones de 1830 y 1848, a la Comuna de París y a sus grandes seguidores como Flaubert, Lamartine o Victor Hugo , a escribir las pequeñas-gigantes heroicidades de la resistencia parisina contra los nazis… A la revuelta de 1968.
Yo ya andaba por los 13 años cuando estalló el anticonformismo estudiantil que fue como el Podemos de aquel tiempo. Un cóctel que entonces no entendí porque andaba jugando a navegar pedazos de corcho como barquitos por la reguera de mi calle. Fue años después que, como todos los de mi generación que enfilaron la carrera de los libros, que le di sentido a aquello con cierta simpatía, aunque como ocurre con todo tiempo pretérito, suele dejarse bastantes girones en la gatera si se le somete a una profunda revisión. En la coctelera estaba el movimiento anticolonial, la cuestión de Argelia, campo abierto para los desmanes del ejército y origen de turbulencias políticas y golpistas, el declive de una economía que durante la década había generado una potente clase media burguesa, el movimiento hippy, la Revolución Cubana, la guerra de Vietnam…
La gran revuelta asustó a Charles Degaulle, que era un héroe de la II Guerra Mundial, o sea, militar, a quien en 1958 la Asamblea Nacional le dio plenos poderes para acabar con el alboroto de la Cuarta República. Se puso al frente, ganó elecciones y creó la V República aclamada por referéndum. Pero el 68 le estalló en las manos, convocó elecciones de nuevo y las ganó por poco y un año después, un plebiscito para regionalizar Francia y aflojar el musculoso centralismo galo. De ganar hubiera acumulado más poder. Pero perdió y se fue. Comm, il faut.
Del pisto ideológico de Mayo del 68 no podía salir nada bueno. El anarquismo de Daniel Cohn-Bendit, el maoísmo de Alain Geismar, el existencialismo de Jean Paul Sartre… pintado al modo expresionista sobre un retablo rebozado de hipismo, lirismo social, amor libre, música (Dylan y Los tiempos están cambiando)… era un caudal imposible de encauzar. No se quería derrocar al Gobierno. Los obreros pedían, mejoras, y los estudiantes, liberarse de las costumbres burguesas y la moral oficial empapados de ismos de toda clase. Y el sexo sin trabas. Incluso con menores. Como ahora: pareja abierta, poliamor, folliamigo. Somos de algún modo hijos, nietos y biznietos del Mayo del 68.
Desde el fondo surge el signo contradictorio, y el desgarro de una generación que quiso abrazar con sus sueños una utopía cargada con sentidos de existencia. Herbert Marcuse les hizo comprender la alienación del individuo, los poetas beatniks le dieron el alma a la rebelión, Bob Dylan y Johan Baez, les pusieron el ritmo y la música a los textos comprometidos y el Black Power les enseñó que para ganar era necesario atreverse a luchar hasta el final. (Manuel Jacques)
Lo que en realidad ocurrió fue el fin de una generación de posguerra mundial y la de Argelina, el comienzo de una nueva cultura contradictoria entre el ramalazo burgués de los dirigentes de izquierdas y el abrazo apasionado a movimientos hoy repudiados por la Historia. Indudablemente la sociedad despertó a una mayor tolerancia y a otro modo menos autoritario de vivir la vida. La beatelmanía ya había reventado también los usos y modas de la música y los revolucionarios se hicieron políticos..
Y hoy, hasta que no ha llegado la protesta de los agricultores a Francia no se ha hecho global y no la han seguido los españoles. Los franceses tienen ese don de voltearlo todo (sobre todo camiones) y generar una energía contestaria muy exportable. El movimiento de los chalecos amarillos fue el último ejemplo hasta la toma de Paris por los tractores galos.
El enrevesado papeleo agrocomunitario, la digitalización del campo, las draconianas medidas verdes y la competencia en un mundo cada vez más mercantil han encendido la mecha que han soplado los gabachos. La duda surge cuando las acciones de los agricultores secuestran la libertad de movimientos de miles de compatriotas cuya experiencia de verse atrapados puede producir una disminución de la simpatía que puedan suscitar en el resto de la sociedad. La politización de fondo, la identificación (en España) de la gran tractorada con ideologías de derechas o extrema derecha contribuyen a un formidable galimatías.
¿Cómo hacer que la Europa de los 27 escrute los bajos de una PAC en medio del gran zoco del mundo? A lo mejor a los franceses se les ocurre algo y consiguen el gran espejo para que la competencia externa sea legal y se compita en igualdad de condiciones.
Un galimatías. O como decía Rousseau, un poco desacertado, claro:
“Olvidas que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie”
En fin, la realidad, siempre la realidad. ¿No es acaso la única verdad, como dice el presidente Pedro Sánchez.