El sombrero

Está bien tener sombrero por si se presenta una buena ocasión para quitárselo

JOAQUIN SABINA

Hace algunos años asistí a unas jornadas organizadas por un centro de investigación y desarrollo tecnológico del sector textil, celebrado en su sede central de Alcoy. Se programaron varias conferencias impartidas por eminentes ponentes, sobre temas relacionados con esta actividad industrial. Una de aquellas ponencias la dio Carlos Rodríguez Braun y trataba sobre la caída de la industria del sombrero en el mundo.

Según el profesor y economista hispano-argentino, cuando se prescindió del uso del sombrero, se produjo un cambio importante en la indumentaria habitual del hombre. Y su práctica desaparición tuvo lugar en pocos años, sin que ocasionara ninguna perturbación económica ni política cuando la gente dejó de usarlos. Los patronos y los trabajadores del sector, en general, se adaptaron y enseguida empezaron a fabricar y a vender otras prendas.

¿Quién se arruinó con la desaparición de esta industria? —se preguntaba de forma retórica el profesor—, y se respondía: los empresarios que no vieron que la gente dejaría de usar los sombreros y prendas similares para ponerse en la cabeza. Esos empleadores pensaron que el cambio no era profundo, que la caída de la demanda sería puntual y que podía abordarse con ajustes y contención de costes. Pero se equivocaron. Fue su gran error.

El sombrero dejó de usarse como prenda habitual de los hombres, a principios de los años sesenta. Fue un fenómeno rápido y generalizado. El motivo sigue siendo un misterio, pero su causa la vinculan con la moda de lucir el pelo que impusieron grandes personajes de la época. Como J.F. Kennedy o los miembros del grupo musical, Los Beatles. Algunos creen que se debió a que la gente quería diferenciarse de los soldados tras la II Guerra Mundial. 

A pesar de la drástica caída de su uso en aquellos años, este complemento no desapareció. Un grupo minoritario de hombres lo siguió usando de forma habitual. Hoy lo hacen por costumbre o por tradición; porque les proporciona un toque de distinción o de elegancia; porque se sienten a gusto con él o porque les aporta un punto de coquetería. Sin olvidar que es una prenda excelente para protegerse del sol, del frío, de la lluvia o del viento.

Mi padre y sus hermanos lo usaban, supongo que por tradición familiar. Lo lucían en los días festivos y en eventos especiales, incluso cuando viajaban. Recuerdo el saludo que hacían con él. Se lo quitaban para mostrar admiración o respeto con quienes se cruzaban en la calle, mientras les sonreían. Y era un acto casi obligado con las personas de cierta edad y las mujeres. Me lo recordó una señora mayor, cuando me dio el pésame por su muerte.

Años después de fallecer mi padre, incorporé a mi atuendo invernal aquella prenda que él usó habitualmente. Y disfruté de los beneficios que reportaba desde que empecé a usarla. Me protegía eficazmente del frío. Evitaba así, los enfriamientos a los que al iniciarse el invierno me empezaba a acostumbrar, cuando ya pasaba de los cincuenta años y mi pelo empezaba a escasear. Desde entonces lo utilizo durante todo el periodo invernal.

  Una mañana fría de los primeros días de enero de 2020 acudí a mi trabajo en Madrid, como lo venía haciendo desde 1993. Junto a la ropa de abrigo, llevaba, lo que en la práctica era mi uniforme: la chaqueta y la corbata. Además de una bufanda de lana y de un pequeño sombrero italiano de color verde, del tipo borsalino. Como siempre, me senté en el despacho después de despojarme del abrigo y del sombrero, que colgué en el perchero.

Pero aquel día no pude concluir mi jornada laboral. A media mañana noté que las molestias que ya padecía no cesaban, incluso iban a más. Decidí entonces, —tras atender algunas cuestiones urgentes que tenía pendientes—, irme de la oficina y regresar a casa. Pensé que, tras algunos días de reposo, reanudaría mi rutina habitual. Pero no. Aquel fue mi último día de trabajo. Mi actividad acabó así abruptamente. Ya nunca más volví a trabajar allí.

Más de dos años después regresé a aquella oficina, —tras mi jubilación por incapacidad permanente—, para recoger algunas pertenencias que me quedaban en el despacho. Un compañero me entregó el sombrero que yo había dado por perdido durante ese tiempo. Según parece, se me quedó olvidado en el perchero, y, después de varios meses sin que me incorporara a mi trabajo, lo recogió y lo metió en una bolsa para protegerlo del polvo.

El sombrero simboliza protección, por lo que, mientras estuvo perdido, debí de estar entre el temor y la incertidumbre, pero sobre todo, a la intemperie y sin la seguridad que, en esos momentos, necesitaba más que nunca.

Y aquella prenda olvidada se convirtió en el testigo mudo de una ausencia, que al principio parecía que iba a ser temporal, pero que acabó siendo definitiva.

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