Manuel Valero.– Definimos la democracia como el menos malo de los sistemas. Menos malo. Lo cual quiere decir que tiene una parte de maldad, entendida esta como parte débil. Los griegos no inventaron la democracia. Lo que pusieron en práctica fue un método de participación en la cosa pública más para impedir al déspota que para otorgar el poder al pueblo. Los artesanos, los no instruidos, las mujeres, los esclavos, ojo, los esclavos estaban excluidos de voz y voto. Ni siquiera los extranjeros- como ahora en las generales y autonómicas y con requisitos en las municipales- eran considerados dignos de votar. Pero justo es reconocer que fueron los primeros que pusieron la primera piedra. Es tan joven y tan vieja la democracia que en España no se tuvo conciencia de la misma hasta la Gloriosa de 1868 empujada por la burguesía liberal -moderada y progresista-. Todo hasta entonces era Antiguo Régimen a pesar de la primera Constitución de Cádiz influida inevitablemente por la explosión nuclear de la Revolución Francesa. Lentamente, la democracia, se fue abriendo paso hasta que en 1931, la Constitución Republicana (II) ofreció las urnas a las mujeres y clero y fijó la condicionante de la edad a los 23 años. Adiós al voto censitario, al voto cacique de la Restauración de Cánovas, adiós al voto rico e ilustrado, al voto de mentira.
La organización política de los países se ha ido abriendo paso lentamente en el transcurso de la Historia hacia el Parlamentarismo, ya sea bajo forma monárquica o republicana. El mismo Napoleón hoy en boga por la película de Ridley Scott se interpreta en dos versiones: como un déspota ambicioso o como un ilustrado hijo de la Revolución. En su descargo hay que reconocerle el gran cuerpo legal que dejó reflejado en su famoso Código que tocaba todos los palos y fue una puesta al día del Código Romano.
La época napoleónica escribió unas páginas contradictorias que nos afectan por cuanto España también fue invadida por el autocoronado emperador. El levantamiento del pueblo alentado por el famoso bando del alcalde de Móstoles ha pasado al imaginario común como una de las gloriosas epopeyas españolas que espoleó el nacionalismo patrio. Sin embargo, no hay que olvidar que las tropas francesas traían de algún modo el ideario de la Revolución, la separación del poder civil del eclesiástico de forma tajante, el divorcio y otras modernidades inaceptables para un pueblo de sotana, amo y parienta. Las Juntas Locales que se crearon tras el llamamiento de don Andrés Torrejón arengaban a combatir al francés porque traían el descreimiento religioso, la ruptura legal del matrimonio y una excesiva tolerancia. El término afrancesado pese a su carga acusatoria era más bien a los ojos de hoy, un calificativo de modernidad. Pero eran invasores. Punto.
Así que desde la Grecia de Clístenes, Aristóteles y compañía hasta la España de la II República, la democracia fue desforestando la jungla de privilegios seculares hasta expandirse por el mundo con sus grandes virtudes-derechos humanos, libertades, sufragio universal- y algún que otro defecto: en ella cabe todo. No en vano, la democracia abre la puerta a todos los partidos políticos que acepten las reglas del juego aunque ocasiones ha habido que una vez en el poder esas reglas han sido la primera víctima. Suele ser ejemplo recurrente el ascenso de Hitler. El auge de su partido nazi en sucesivas elecciones obligó a Hindenburg a nombrarlo canciller con plenos poderes. Lo que siguió después fue el horror y el terror.
Generalmente las democracias suelen ser decapitadas por un golpe de estado, generalmente sangriento. Aquí la Historia también refleja la toma del poder por Mussolini camino de Roma con sus camisas negras a quien el rey Victor Manuel III le entregó las llaves del reino sin un solo cañonazo. La dictadura se impone por la fuerza a la democracia o surge después de una revolución contra un orden medieval de explotación y sojuzgamiento del pueblo como ocurrió en las dos grandes revoluciones del siglo XX, la rusa y la china, o contra un poder insoportablemente corrupto, como la cubana en los años 50 también del pasado siglo.
Sin embargo, la democracia tan idealizada y reivindicada tiene esa debilidad en su propia fortaleza: la llave de la puerta de entrada la tienen todos, y por coherencia, cualquier partido que entre en el juego democrático es legal como cualquier otro mientras no subvierta el orden resultante: las libertades individuales y colectivas, el libre comercio y la propiedad privada. Matiz que le da el carácter de liberal, hoy peyorativo, en contraste con las dictaduras homologadas en el comunismo o en el integrismo religioso, tras la caída de las dictaduras militares de derechas, sobre todo en Latinoamérica, que actualmente se presentan en sociedad con la rimbombante definición de repúblicas populares. Republica también lo son Francia, Irlanda, Italia, Estado Unidos o la vecina Portugal que sin el apellido popular se someten, precisamente, al veredicto del pueblo cada cuatro años o antes si la cosa se tuerce y permiten que cada cual profese la fe que considere.
En Europa asistimos a la aparición de fuerzas de extrema derecha alimentadas por el rechazo a la inmigración, y por el deseo de un neonacionalismo muy crítico con la UE a la que detestan. Estos partidos tienen también la llave debajo del felpudo de la democracia.
Afortunadamente, la democracia se sustenta en una Ley de Leyes, en las normas y reglamentos de ella emanadas, en la legitimación de la contestación colectiva, en la expresión libre, en el desarrollo personal sin cortapisas, en la separación de poderes que se contrapesan y vigilan y en la elecciones libres de sufragio universal.
Pero hay otra forma de dictadura parlamentaria que es aquella que ejerce un partido con mayoría absoluta que la interpreta como absolutismo de partido: el famoso rodillo. Es la que todos los partidos, sin exclusión, desean: ganar las elecciones con una mayoría tal que la oposición quede relegada a mera comparsa y puedan desarrollar su programa sin ningún obstáculo. Una dictadura democrática y amable, fija discontinua, sometida a chequeo electoral. Es ahí donde reside la verdadera calidad democrática: en atender desde la amplísima mayoría, los islotes de oposición sin arrogancia, e incluso teniendo en cuenta propuestas que sean perfectamente asumibles y aplicables.
En estos momentos vivimos en España, que no es ajena al mundo, una situación de cierta incertidumbre, hiperbolizada por los demás actores políticos y sus medios afines. La realidad de la calle es tan normalmente democrática que no casa, de momento, con el precipicio en el que se supone estamos peligrosamente asomados. La democracia permite la contestación masiva que luego se diluye en los días. Pertenecemos a la UE a cuya reglamentación, pese a todo, estamos obligados y, tenemos la opción del voto soberano. El jaleo de arriba es ruidoso y mediático; el de abajo es silente y dice lo que tiene que decir. Porque para eso se tiene también la llave de la puerta principal de la democracia, la imperfecta democracia. El menos malo de los regímenes, siempre preferible a los paraísos que prometen los verdaderos regímenes malvados que hacen del hombre (y de la mujer) uno solo y único, al mismo paso y bajo el mismo pensamiento y el mismo credo.
PD.- La democracia tiene apoyo en un concepto que la hace reducir el colesterol malo de un capitalismo extremo: la socialdemocracia. Pero para una buena socialdemocracia de calidad excelente es necesario un país rico, con grandes recursos y poco poblado, una clase media homogénea y bien pagada que engorde fiscalmente las arcas del Estado. Nadie, ni nada es perfecto/a. Ni siquiera ella: la democracia.