Hay que hacer constar los antecedentes que se producen a lo largo de 1982 con la aprobación de la modificación de las ordenanzas del Plan Parcial del Casco dentro de Rondas – PPCR, como parte del PGOU de 1976–, cuya aprobación inicial en el mes de diciembre por la Corporación, motivó una fuerte polémica por parte del Colegio de Arquitectos que formula alegaciones y un escrito rotundo, que se publica el 23 de febrero de 1983. Modificación que, de hecho, suponía un cierto cierre interpretativo de las excesivas densidades edificatorias desarrolladas desde 1976 con el PGOU de Morales y Gabriel Riesco. Resolución de la demanda de los arquitectos, que vería confirmada sus tesis en la sentencia 301/1986, de la Audiencia Territorial de Albacete –aun no existía el TSJ de CLM–. En esos momentos, además, se había producido la llegada al poder central del PSOE, en el mes de octubre, y la corporación municipal –nacida de las elecciones de 1979– estaba en el tramo final de su andadura, con actuaciones confusas como las producidas en el caso del tratamiento de la Plaza Mayor, en los diseminados de La Atalaya y de La Poblachuela. Esta confusión se visualizaba también, con el paso por la concejalía de Urbanismo por hasta tres ediles: Díaz Marquina, Gallego Gil y García Toribio, que hablaban de esa dispersión de esfuerzos y personas.
Las elecciones de 1983, –con la derecha y el centro agrupados en torno a Lorenzo Selas, que había dejado UCD y capitaneaba una rara Coalición Democrática– había dejado claro el mensaje del GMS de la necesidad de acometer la revisión del caducado PGOU de 1976, por lo que, en ese intervalo abierto en 1983, se acometieron la sustitución del Arquitecto Municipal y el inicio de los trabajos de revisión por el técnico contratado en lugar de Idelfonso Prieto. En 1985 se resuelve la convocatoria de sustitución con la contratación de un técnico –Rafael Humbert Fernández, autodenominado como cargo de confianza del Alcalde Selas, años después– ajeno a la ciudad y con escasa experiencia, al ser recién titulado–. El mismo –y desde esas limitaciones citadas– asume la redacción del PGOU, cuya aprobación inicial se produciría en abril de 1987 y la definitiva en 1988. Aprobación la primera que se presentó como “La ciudad para el año 2000” por parte de su redactor Rafel Humbert. Por más que todo no fuera tan redondo como se presentaba. Baste ver dos precisos textos periodísticos del momento para obtener una foto más real que el propagandismo oficial. Como dan cuenta tres trabajos del mes de agosto de 1986 (Lanza, 14 de agosto) que fueron vistos como una crónica histórica. “Félix Pillet, José Rivero y Diego Peris, tres nombres con un bagaje de conocimientos suficiente para tomar en consideración sus opiniones, hacen un repaso del urbanismo de Ciudad Real en los últimos cincuenta años. Hay páginas para el llanto y otras, menos, para el regocijo y la alegría”. El de Félix Pillet. El urbanismo en Ciudad Real (1939-1979) –que subtitulaba largamente, De la guerra civil a las primeras elecciones municipales democráticas, con algunas matizaciones sobre los últimos años–; el de Diego Peris, centrado más el arquitectura denominaba Arquitectura para la ciudad; y el mío, 1979-1986. La otra historia interminable, que fijaban, más un punto de partida que de llegada.
Como reconoce mi texto (Lanza, 27 de agosto de 1986), El avance del Plan General: entre la realidad y el deseo. Que concluía con la afirmación: “la sola posibilidad de conseguir una ciudad mejor va a estar basada en una gestión diferenciada y diferente. Gestión diferenciada que sepa entender los ámbitos concretos de actuación en los que la redefinición sea posible y tendente al proceso global de construir la ciudad en sus partes y en sus relaciones. Gestión diferente, obviamente, desde la experiencia que nos transmite el pasado reciente…Para esto y aquello, habrá que contar y confiar en otras manos y otras cabezas de políticos, arquitectos, diseñadores, promotores y constructores que aquella que nos condujeron la “imperfección de estas calles’”. Corroboración de lo dicho antes del punto de partida en el que nos encontrábamos, cuando algunos pensaban en ese falso punto de llegada de la realidad planificada. Otros textos externos, también contribuyeron a la exacta ponderación del momento en que estábamos; el primero de ellos, el texto de Raúl Gratacos, en Lanza del 9 de julio de 1987, Futuro poco alentador para el urbanismo de Ciudad Real, compone una visión menos optimista que la vertida por la oficialidad de los concejales –el anterior, Vich y el actual concejal de Urbanismo salido de las elecciones de 1987, Vicente Romero, con el Grupo Independiente capitaneado por Lorenzo Selas, anticipaba un desajuste en la construcción de viviendas, fruto del embalsamiento del periodo de suspensión de licencias durante la tramitación del Plan. Un año más tarde el mismo Romero, vierte sus reflexiones en la colaboración El urbanismo en Ciudad Real una visión de conjunto (Lanza, 14 de agosto, de 1988), donde reduce el optimismo del año anterior –año electoral, por otra parte– y produce una simplificación de las grandes directrices, para quedar acunado en lo que llama en tono menor, ‘Urbanismo de bordillo’, para referirse a las pequeñas cosas que hacen ciudad. Pasar del Plan y de la Ciudad para el año 2000, al bordillo y la loseta, parecía no un ejercicio de realidad atemperada, sino un caída del caballo. De otro tenor serían la serie de tres artículos de Román Labrador, publicados en Lanza, entre el 2 y el 4 de febrero de ese mismo 1988. Baste ver los títulos aportados, para comprender el contenido. El primero de ellos, llamado Raíz histórica de una degradación urbanística trata de sentar las bases originarias de los desmanes producidos a lo largo del tiempo –con particular anotación en los años 60–, eludiendo el actual estado de cosas como fruto de ‘cierto crecimiento poco controlado’. Y así, se aseveró en esos años de éxito y milagro, “Todo sea por el aumento del tráfico y la urbanización”, y “la imposible lucha contra el torrismo” en alusión a los llamados por Chueca Goitia en su trabajo La destrucción del legado urbanístico español (1977), ‘rascacielitos’. La segunda entrega de Labrador limita las potencialidades del recientemente aprobado PGOU, y la denomina El Plan no es el chocolate del loro, en una alusión a los canjes imperfectos, de lo menor por lo mayor. Donde, además, subraya una de las flaquezas del documento aprobado, como fuera la omisión de 300.000 metros cuadrados de suelo previsto para el futuro Campus Universitario. En ese mismo sentido de limitar y frenar los gestos del documento, comparecía –entrevistado por Labrador– yo mismo para acotar que “El Plan no es ninguna panacea, no es un borrón y cuenta nueva”. Y la tercera entrega, está referida a Las casas que se caen, para dar cuenta de la lenta e impasible transformación de buena parte del caserío histórico en favor de nuevas tipologías edificatorias, tremendamente alteradoras de la configuración formal de la ciudad. Transformación que desvelaba, con melancolía e impotencia en el texto Rien ne va plus, dentro de la serie Perfiles de una ciudad (Añil, nº 6, 1996). “Un niño, parecido fatalmente al vienés, crecerá en Ciudad Real hacia el desamparo de la adolescencia bajo un escenario visual bien distinto: las moles de edificaciones religiosas como únicos vestigios construidos del pasado, la negación de una edilicia civil moderna, las viviendas de la Obra Sindical del Hogar, el casticismo moruno del cuartel de la Guardia Civil, los cinco cuerpos –como cinco flechas de mi haz– del edificio que fue sede de la CNS, los aires nórdicos del Consistorio de Higueras y la modernidad acongojantemente imposible de decoradores neocatalanes y de emperadores del ladrillo”.