Toledo, simpar

Como decía Antonio Machado de Córdoba, Toledo es también ciudad romana y mora. A lo que habría que añadir, y cristiana. Porque al poeta sevillano quizás se le olvidó recordarlo. Ambas ciudades son de las más importantes de nuestro país a lo largo de su extensa historia. Córdoba tuvo su esplendor en el Medievo, como capital del Califato que llevó su nombre.

Pero Toledo también tuvo tiempos gloriosos. Como los de su refundación y desarrollo en la época romana; cuando fue capital del reino con los visigodos; por su esplendoroso periodo musulmán; por ser conocida como ciudad de las tres culturas, en tiempos de Alfonso X, el Sabio; o cuando fue sede principal del reino con Carlos I, por lo que la llaman ciudad imperial. Aunque dejó de ser capital de España con Felipe II, en 1561.

Destaca por ser sede de la archidiócesis de Toledo y del Cardenal Primado de España. Su mayor peso político lo tuvo en tiempos de los Reyes Católicos, con el cardenal Cisneros como arzobispo. Cuando se traslada la capitalidad, mantiene su rango, pero poco a poco lo va a perder en favor de Madrid. Después del Concilio Vaticano II, se traslada al cardenal Tarancón a la capital del reino y con él, el mayor peso de la diócesis.

Toledo siempre ha sido una ciudad objeto de un extraordinario interés por parte de políticos, religiosos, intelectuales, viajeros en general e incluso por los aventureros que nunca le han faltado. Y lo ha sido especialmente para artistas y escritores. Desde El Greco y Garcilaso de la Vega, hasta Pérez Galdós, Azorín, Baroja o Gregorio Marañón, pasando por Gustavo Adolfo Bécquer, entre otros.

Pero si hay que destacar a algún poeta, ese sería el austriaco Rainer María Rilke, un apasionado de la ciudad imperial y de la obra del Greco, que escribió: “No hay nada comparable a Toledo; si uno se abandonase a su influencia, alcanzaría tal grado de representación de lo suprasensible que vería las cosas con esa intensidad que está fuera de lo común y que raramente se presenta durante el día: la aparición”.

De Benito Pérez Galdós destacaría dos anécdotas respecto a la ciudad de la que estuvo enamorado. La primera fue que acompañó al hijo de su amigo Manuel Marañón, siendo un niño, en el que sería su viaje iniciático a Toledo. La ciudad le impactó y las dotes de su cicerone, hicieron que aquel niño, Gregorio Marañón, se convirtiera en residente habitual e incondicional defensor de las costumbres y la cultura toledanas.

Y en segundo lugar, el escritor canario recurría a esta ciudad como lugar de refugio. Un día le iban a hacer un homenaje en Madrid. En esa fecha, sus amigos lo buscaron por toda la capital y no lo encontraron. Entonces decidieron ir a buscarlo a Toledo, y allí lo encontraron y lo llevaron de vuelta a Madrid. Era tímido para hablar en público, por lo que las notas de contestación que él preparó se las entregó a un amigo para que las leyera en su nombre.

Siempre recordaré mi primer viaje a Toledo siendo un niño. Acudí junto a otros tres alumnos de Enseñanza Primaria para optar a una beca de estudio que había convocado la Diputación Provincial. Los cuatro íbamos acompañados por alguno de nuestros padres. Los maestros del colegio habían emitido un informe favorable y animaron a nuestros progenitores para que participáramos en aquellas pruebas. Y así lo hicimos.

El desplazamiento fue incómodo y largo. Duró más dos horas y media. Y fue especialmente gravoso para las modestas economías de nuestras familias, ya que el viaje lo hicimos en taxi desde uno de los pueblos más alejados de la capital, El Toboso. En aquel tiempo no había autobuses directos que hicieran aquel recorrido y los vehículos particulares eran casi un lujo en aquellos pueblos.

La prueba la realizamos en un aula del renacentista y espléndido Hospital de Tavera. Pero los resultados definitivos de aquellos exámenes, nunca los obtuvimos. Se estuvieron reclamando durante meses, pero solo recibimos la callada por respuesta.

En la segunda mitad de los años sesenta, la dependencia de la capital era mayor de lo que se pueda imaginar. Las urgencias sanitarias o la atención médica especializada, exigía tener que desplazarse hasta allí. Desde una simple fractura hasta cualquier afección más o menos grave. Las gestiones y los trámites relacionados con el Catastro, con la Seguridad Social y casi con cualquier tema relacionado con la Administración, obligaba a desplazarse a Toledo.

Mi madre, que me acompañó en aquel viaje, conocía bien la ciudad. Y con ella recorrí sus estrechas calles, pasamos por el imponente Alcázar y por la contundente puerta de Bisagra, estuvimos en la populosa plaza de Zocodover, en el atractivo Museo de Santa Cruz y, entre otros edificios religiosos, en la majestuosa catedral, que a mí me pareció muy oscura.

La capital del Tajo fue la primera ciudad importante que visité y cada vez que vuelvo a ella, afloran los recuerdos y las emociones de aquella visita.

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