Salvador Jiménez Ramírez.- Las diversa especies de caracoles, la más conocida la del género Helix L., del orden de los pulmonados, familia de los helícidos ha sido común y abundante en toda la Península Ibérica. Y muy profuso también en las zonas umbrosas y húmedas de la cuenca del Alto Guadiana, hasta que debido a los pesticidas, temperaturas elevadas, estragos causados por la contaminación atmosférica, trastornos climáticos y otras acciones, la tasa de mortalidad ha alcanzado cotas de extinción; como se puede apreciar en la foto tomada el día siete de octubre, del año en curso. La especie H. alonensis Fer.; caracol de monte o serrano, de concha blanquecina con fajas negruzcas y superficie estriado- granulosa y la especie H. lactea Mull., caracol moro, —el vecindario les llamaba caracoles “morunos” y “rayados”— bastante semejante a la anterior, de la cual se diferencia por tener negro el peristoma, desde tiempos inmemoriales han abundado en vaguadas y laderas de la cuenca altoguadianera. En la actualidad, se puede decir que, en ambas especies se ha producido una mortandad masiva.
El lentísimo y andariego molusco terrestre, que transporta su casa a cuestas, tomó su nombre del latín Sacarabaelus, procedente de scarabeaus, es un molusco testáceo de los denominados gasterópodos. En periodos de sequía y estaciones cálidas, cierran la concha con un “visillo” o “telilla” blancos. Existen referencias que el caracol aparece en pinturas y grabados de los periodos paleolítico y neolítico; testimonio que respondería a que el hombre primitivo, le otorgó gran importancia. Los caracoles fueron muy apreciados por los babilonios, ofreciendo nutritivas salsas a las mujeres, después de los partos y a los hijos primogénitos de gobernantes y grandes “señores”, para que creciesen con la fortaleza del sol. Antiguamente, en Mesopotamia y en Arabia Saudí, el caracol también era utilizado como fármaco. El médico griego Galeno, aconsejaba su consumo para la sanación del asma. Otros pueblos los comían para aliviar el asma y la bronquitis. Los romanos, al parecer, fueron los primeros criadores de este molusco terrestre. En la “Historia Natural” de Plinio el Viejo, hay información al respecto… El romano Fulvius Hirpinus era un buen criador de caracoles. En Pompeya tenía vivero de crianza, en un terreno delimitado por un terraplén de ceniza para que no escaparan. Los arqueólogos han desenterrado en Pompeya, millones de caparazones de caracoles, probablemente, correspondientes al criadero Hirpinus.
Los montes, los riachuelos, los hortales, las vegas y alamedas de Ruidera, eran en tiempos de mi infancia, oasis cargados de aromas virginales… El poco pan que entraba en los hogares, cuando “en la casa no entraba cosa alguna…, se creía una bendición evangélica… Después del chaparrón pasajero, los muchachos “salíamos de caracoles” para el rancho… Había tantos que estremecían las hojas plagándolas de “mocos”, que nos parecían cristales de colores… Hoy nos encaminamos hacia una zona donde hay “muchos caracoles sin chicha”—dicen varios lugareños. Se nos clava una esquirla lítica en el pie derecho, cuando caminamos por un arcén enarenado… Para alcanzar con más facilidad y menos dolor, con el pie convertido en fuego, un asiento de madera próximo, para extraer la lasquilla, nos desviamos por una estrecha franja de asfalto entre el antepecho de madera y la línea continua, pero acatamos y comprendemos que tiene razón las autoridades, al indicarnos que debemos andar por el arcén de chinarro; (por lo que saltamos con dificultad el petril) porque nos dicen: “…el dolor va a ser el mismo…” ¡Gracias!
Alcanzamos el paraje montaraz plagado de “casas” vacías…, blancas…, quietas…; que hicieron viajes imponderables entre los breñales…, sin “visillos” ni “telillas” blancos… Un repentino e incordiante remolino de hojarasca y terroso, cubre y voltea el blanco muerto…, un rayo de sol calcina e invita a la reflexión más grave…