Natividad Cepeda.- Tenía las manos ajadas y en ocasiones hasta con alguna grieta sangrante en sus dedos. En su rostro, moreno, por los muchos días expuesto a la intemperie, las profundas arrugas semejaban que era mujer de pergamino. Llevaba el pelo recogido en un artístico moño barnizado con bandolina, y en el lado derecho del labio inferior, lucía un diminuto lunar azul. Era alta y delgada, con un cuerpo perfecto, sin asomo de grasa. Andaba ligera, sin entretenerse en los escaparates, ni con las gentes con las que se cruzaba. Sonreía con la misma facilidad que vuelan las aves en los cielos, y su ropa de un impecable color negro no le restaba luz a toda su figura. Cuando llamaba en la puerta de casa, pasadas las dos de la tarde, se disculpaba por lo intempestivo de la hora y al mirarnos las dos nos sonreíamos, sabiendo que aquella disculpa no era necesaria y qué, para mí, abrirle la puerta era tanto como dejar que la bondad iluminara todas las estancias.
Instintivamente mis ojos se fijaban en el lunar azul de su cara tan bello como el agua marina del anillo que mi madre tenía regalo de mi padre. Parecía imposible que el tiempo, a pesar de las inclemencias que aquel rostro había sufrido, no hubiera mancillado el azul precioso del lunar. María Paz Novillo, me miraba con picardía y empezaba a subir la escalera intentando esconder su fatiga; al llegar a la cocina se sentaba y aunque la invitábamos a quedarse a comer con nosotros, solo consentía en tomarse algo frio, un zumo, algo de horchata y la mayoría de las veces agua y descansar unos minutos.
Mis hijas le sonreían y miraban el lunar azul. En alguna ocasión preguntaron cómo era que solo ella tenía aquel lunar tan bonito y la respuesta era que María Paz había nacido con él. Las niñas pensaban que en su cara había un trocito de cielo. Cuando escuchaba decirlo, ella recordaba la tarde, que junto con otras amigas que trabajaban tirando de la maroma sacando la tierra de las cuevas, una de ellas, dijo que al terminar se haría un lunar marrón encima de los labios, igual que los que lucían las artistas. Así fue que una tarde las cuatro chicas se fueron a la casa de la peinadora y eligieron el alfiler de color para hacerse cada una su lunar, todas lo eligieron marrón oscuro, María Paz eligió un alfiler de cristal azul intenso como el atardecer. Al calentarlo al fuego y ponérselo en la cara se le quedo impreso para siempre su lunar azul. Modas de las mujeres con pocos haberes.
En tiempo de canícula su frente siempre estaba perlada de sudor. Sudor que ella se limpiaba con un pañuelo de un blanco impoluto. Cuando pasábamos a la cocina se dejaba caer en una silla y de sus labios se escapaba un resuello. Escuchar aquél silbido agudo me asustaba, y le recomendaba cariñosamente que debiera ir pensando en dejar de trabajar tanto. Ella, negaba con la cabeza, y mientras bebía algo fresquito, aseguraba que el trabajo no le asustaba. Después recogía su bloque de hielo, que yo le había preparado en una bolsa especial, y se marchaba a su casa para ponerlo en la vieja nevera donde guardaba los alimentos. Con la llegada de septiembre parecía que su mirada recobraba fuerza y limpiaba con alegría porque pensaba que se podría incorporar a la vendimia. Por aquellos días hablaba de lo que recordaba, y había momentos que se quedaba mirando su anillo de plata, grande y con un sello de porcelana, donde llevaba la fotografía de su marido muerto. El rostro del hombre la miraba desde su mundo de colores desvaídos logrando que ella, imaginara que le besaba hasta alma.
Bajo ese efecto, en un arrebato de éxtasis, aplastaba besos sonoros sobre el anillo, quedando luego exhausta y rendida. Después empezaba un monólogo que la ocupaba mientras proseguía con su tarea. Yo la escuchaba con el respeto de quien escucha narrar una tragedia, y así transida de dolor revivía la muerte de sus don niñas mellizas con tan solo cuatro horas de diferencia. Se las llevó una pulmonía doble, mientras en otra cama, su hija mayor, baldadita, porque se le cayó a una niña que la cuidaba mientras ella segaba, respiraba encogida y enferma, sin que nadie se explicara porque seguía viviendo.
Sobrecogía escucharla desvelando como antes del año su hombre cayó enfermo. Se le quedó entre sus brazos en una última bocanada de sed no aplacada, seco como un esparto, a causa, le dijeron los galenos, por un cáncer incurable. De haber podido elegir, hubiera preferido que se fuera la hija tullidita, porque ella pensaba que no tardando mucho también la perdería. Pero no fue así, y en medio de su pobreza de bienes, sacó adelante a la hija enferma, y al niño que le quedó de pocos meses. Trabajó en la vendimia y en el escardille, en el ensarmiente, en la recogida de piedras y lavando ropa en los lavaderos. Encalaba corrales y patios, sacaba brillo a los cacharros dorados, fregaba las sartenes y los peroles de hierro. Todo era preciso para poder llevar dinero a la casa. Si miraba hacia atrás añoraba los tiempos donde había sido terrera. Nadie le sacó ventaja tirando de la maroma con aquél desparpajo singular de las mujeres de Tomelloso, porque entonces era joven y le sobraban pretendientes. Enmudecía de pronto en su regreso al pasado semejante a una vieja barca encallada en mitad de la habitación, yo no sabía que decirle y con mi corazón encogido la dejaba en esa espacie de evasión soñadora.
Tomelloso ha olvidado la aportación de sus mujeres en la economía y en la cultura. Son las olvidadas y anónimas niñas viñeras, olivareras, encaladoras, niñeras de bebés, cuidadoras de abuelos y padres… Se ha escrito sobre niños muleros pero nunca sobre las niñas que sacaban cuadras, cepillaban a las mulas araban, sembraban melones, trillaban y cosían la ropa de casa y sus prendas de vestir. Han sido y son mujeres sosteniendo economías incomprendidas y ocultadas hasta por ese DNI donde se escribía que hacían “sus labores”. Jamás esa definición se escribió en un DNI masculino.
Así se altera la historia de los pueblos ocultando la verdad de los hechos.
Trabajos recíprocos y unitarios también en la cultura donde las mujeres que han escrito en Diarios y revistas desde el pasado siglo jamás se las nombra.
Tomelloso ha olvidado a sus mujeres en demasiadas ocasiones salvo en una publicación Editada por la Concejalía de Igualdad del Ayuntamiento de Tomelloso en marzo de 2011 por el Centro de la Mujer, coordinada por Lourdes Clemente y realizada por Ediciones Soubriet; con el título “La mujer en Tomelloso” con artículos de Vicente Morales Becerra, María Vicenta Moreno Torrijos, Rocío Torres Márquez, María Moreno García, José Luis Albiñana Masó, Pablo Ortiz Perona, Esther de Paz, Luis Núñez Burillo y Natividad Cepeda.
Entre las hendiduras de la vida en Tomelloso vienen las mujeres junto a los hombres y la reliquia de los bombos de piedra, que me legaron las madres de mi tierra De esa estirpe desciendo, de ellas y de ellos, que mano a mano, sin buril ni maestro cantero, hicieron su morada. Todas ellas, las de vientre de nácar y pechos amamantando cual diosas atemporales anónimas y obviadas en esta tierra de niñas viñeras olvidadas.
Natividad Cepeda