Chile cincuentenario

El cincuentenario del golpe de Estado en Chile de Augusto Pinochet y sus generales torcidos, del 11 de septiembre de 1973, ha sido visto con más melancolía y tristeza que con ojos críticos distanciados, deseables a estas alturas de la historia. Y no se trata de los errores y conflictos del propio gobierno de Allende, sino de la larga mano intervencionista de las fuerzas armadas en su secular función arbitral y gerencial del poder, bajo la tutela compartida delos Estados Unidos. Un pasado que, más allá de mitologías y redenciones precia ser analizado. Para mejor entenderlo.  Como se desprende del número extraordinario de El Cultural –con diversas aportaciones de análisis político y cultural– que suscitan diferentes cuestiones y análisis: desde el papel de las fuerzas armadas como árbitros del equilibrio político, tras decenios de neutralidad al cuestionado papel de las fuerzas conservadoras –encabezadas por la Democracia Cristiana chilena– en ese movimiento de ruptura de tradiciones democráticas de los conservadores chilenos; para terminar con el revulsivo cultural que acompañó la experiencia de la Unidad Popular y que se instaló en forma de canciones y películas que trataban de hacer pedagogía popular y pedagogía política por encima de todo: desde Víctor Jara a Violeta Parra, desde Quilapayun a Inti-illimani, desde las películas de Miguel Littín o de Patricio Guzmán, para concluir con el tardío homenaje de Costa_Gavras en 1982 con Missing. Donde un inconmensurable Jack Lemon pone ojos a la brutalidad ejercida tras el cañoneo de La Moneda y el secuestro y asesinato de miles de chilenos partidario de Allende y de la Unidad Popular. Iniciando una dictadura implacable de diecisiete años, en un subcontinente corrido entre golpes de Estado, terrorismo armado y dictaduras implacables.

Si la llegada de Salvador Allende, miembro del Partido Socialista Chileno, al Palacio la Moneda y a la gobernación del país, al frente de una coalición electoral –junto al Partido Comunista, el MIR y otras fuerzas de izquierdas variadas y aspiraciones diversas– denominada Unidad Popular, abría la llamada enfáticamente Vía chilena al socialismo que suscitó tantas miradas europeas. Y no sólo miradas, sino colaboraciones intelectuales internacionales. Vía chilena pacifica en contraposición y como alternativa de la vía armada de acceso al poder, que había personificado Castro en Cuba y que había tratado de hacer extensiva a toda Sudamérica, como muestra la aventura boliviana del Ché Guevara y sus grupos guerrilleros, junto a sus propios textos teóricos de afirmación del internacionalismo revolucionario, como un alternativa para alcanzar la democracia en países corridos por viejas autarquías coloniales y grupos militares. Vía chilena al socialismo que había despertado enorme interés en Europa –desde Leguina a Soria Mata, fueron españoles colaboradores con la UP–, donde el colapso político social de mayo de 1968 había suscitado diferentes miradas: desde el agotamiento de las izquierdas parlamentarias clásicas –sobre todo en Francia e Italia–, al agotamiento del modelo alternativo del Bloque del Este tras experiencias fallidas, primero en Hungría y luego en Checoslovaquia. Sin olvidar el deterioro internacional de los Estados Unidos en Vietnam  y su papel de gendarmería del orden internacional.

Eso ocurría en los primeros setenta en occidente, al mismo tiempo que en la Europa Oriental de los países del Pacto de Varsovia, se producía en 1968, otro agotamiento como fuera el de la experiencia del llamado Socialismo de rostro humano que había personificado Alexander Dubcek, secretario general del PCCh. La experiencia abierta en enero en Checoslovaquia y su consecuente Primavera de Praga, sería recibida con curiosidad e ilusión en occidente –como dos años después pasaría, en             1970, con la victoria electoral de Allende en Chile–. Y que sería cerrada en agosto con la invasión de las tropas del Pacto de Varsovia y dejando al margen cualquier veleidad revisionista del pasado estalinista de los países del Pacto de Varsovia.

Si Praga supone, en 1968, el cierre de cualquier experiencia superadora del pasado monolñitico de la URSS y de los países satélites, cinco años más tarde Chile representaría la imposibilidad –dictada por Estados Unidos y el Departamento de Estado– de transformaciones socioeconómicas por vías democráticas y procedimientos pacíficos. Con una clara alusión al caso italiano, donde la presencia mayoritaria del PCI desde 1945 era vista como otro inconveniente por los halcones de la Casa Blanca en todo el proceso de la Guerra Fría. Si la salida de gobierno en Italia funcionaria –y era una posibilidad cada vez más demandada– bajo el programa de Enrico Berlinguer del Compromiso histórico, la clausura del tal vía política, se cerraría con el asesinato en marzo de 1978 de Aldo Moro, líder de la Democracia Cristiana y representante del sector partidario del acuerdo con los comunistas. Todos esos procesos –sin olvidar la Revolución de los claveles en 1974, en Portugal; los vaivenes de la Grecia de los coroneles de esos años desde 1967 a 1974; o la tutela de la Transición española desde 1975– componen parte de ese tablero internacional salpicado de momentos críticos. Que acabarían de colmatarse de sentido y perplejidad, ya en 1989 con la disolución de la URSS.

Por todo ello, Chile y su vía democrática al socialismo, representa un momento singular de las sociedades de postguerra y sus enormes esfuerzos por la normalización democrática del poder. Y por eso, el recordatorio del cincuentenario de ese proceso y la inutilidad de su cancelación por medios violentos.

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