Manuel Valero.- Acabo de leer la noticia del fallecimiento de Francisco Gil-Ortega. A pesar de la inevitable y lo inevitable siempre sorprende y entristece la partida final de quien alguna vez estimamos. A mi Gil Ortega, Paco, me caía bien. Tal vez porque me agradaba esa forma tan suya de estar en el poder, en el poder se está más que se es, porque es frecuente que se conduzcan como poderosos quienes equilibran otras deficiencias. Mediocridad, más que nada. Escribo estas líneas en caliente, mejor así, porque mi intención no es enterrar bien, de lo que se quejaba Rubalcaba, sino hacer un fresco urgente y emocional de la figura del primer alcalde popular de derechas de la capital, cuyo mandato coincidió con la madurez profesional de los medios en la capital. Y de Lanza, por supuesto. Gil-Ortega hizo honor a aquella apuesta que hacíamos sobre si un alcalde del PSOE en Ciudad Real o un alcalde del PP en Puertollano. La apuesta la ganaron los socialistas de Selas-Clavero antes que él, pero en plena hegemonía de la refundación aznariana, el candidato del PP puso las cosas en su sitio durante una larguísima temporada.
Me caía bien Paco, insisto. Se reía mucho y por supuesto, como todo aquel que se dedique a la política tenía sus detractores fuera y dentro. Y como todo ser humano, sus defectos, como todo el mundo. A salvo estaba de las redes, lo cual es un alivio y es bastante. No pretendo hacer una una hagiografía ni de recurrir a las buenas palabras con las que adornamos la muerte, pero sí digo que Gil-Ortega me parecía un hombre un poco ajeno al poder, nunca me pareció un hombre de partido por más que fuera alcalde de Ciudad Real y diputado regional, ni me pareció un hombre ambicioso. No era de los que dieran codazos para aparecer en primera fila en el proscenio social, sacando pecho y encantado de conocerse: estaba en el poder sin que se sintiera por ello poderoso. No traspasó los límites de la inevitable vanidad fungible.
Recuerdo una anécdota que más de una vez comentamos cuando había ocasión para ello. 1995 fue un año de sequía atroz y de elecciones. Nicolás Clavero que sucedió a Lorenzo Selas andaba preocupado buscando lugares en los alrededores de la ciudad donde pinchar para sacar agua y aliviar las restricciones nocturnas, que las hubo. En la campaña electoral durante un acto, Francisco Gil-Ortega el alcaldable popular me dijo en tono de broma que como ganase las elecciones iba a empezar a llover como si no hubiera un mañana. Va a ser ganar el PP y empezar a llover, fueron sus palabras más o menos exactas. Y dicho y hecho. No porque Gil Ortega tuviera acceso directo al gestor divino de la lluvia o información privilegiada de los climatólogos de la NASA, sino porque aquel otoño de 1995 se abrieron las compuertas que dejaron un buen acopio de agua en embalses y pantanos. En otro acto ya él como alcalde y cuando la sequía había dado paso a un otoño de abundancia, me lo recordó: ¿Qué te dije? Y se reía.
Ese es el recuerdo que mejor guardo del primer alcalde del PP en gobernar la capital desde 1995 hasta 2007 en que le entregó el relevo a Rosa Romero, por cierto, la primera alcaldesa de Ciudad Real. Como dice Borges no se recuerda un lugar o una melodía sino a la gente con la que lo compartíamos. Eran los noventa tiempos menos alocados que los ochenta pero igualmente divertidos. La atmosfera política, (a pesar de que la política siempre ha sido descarnada de puertas adentro porque es allí donde se tienen a los verdaderos enemigos) era respirable. La región era el feudo inexpugnable de José Bono, más que del PSOE pero la capital había caído de la parte popular, a los pies de las urnas de Francisco Gil-Ortega. Y no pasó nada. La vida municipal siguió su curso con la vista puesta en un….¡aeropuerto!
Hoy me he enterado de su fallecimiento, final implacable para el que no es necesario una ley de igualdad.
Dicen que vienen lluvias, así que descansa en paz, Francisco Gil-Ortega, Paco, y danos un poco para los que aún quedamos por estos terrenales y pantanosos pagos: tal y como están las cosas la vamos a necesitar.