Relato para el verano: La última voluntad del señor Pinkmoon (7)

Por Toni Borton.- La mañana era tibia, de un gris amable, con un punto de humedad británica. De vez en cuando, se abría el cielo ceniciento y proyectaba una cascada de sol sobre el páramo. Todo refulgía entonces, la casa, el jardín, los arbustos que se balanceaban con la suave brisa. Bajé de mi habitación con un extraño optimismo como si supiera que el señor Pinkmoon me dijese la verdad si es que la verdad no estaba ya dicha y publicada. Richard me tenía preparado el desayuno, unos huevos revueltos con salchichas, café, tostada y zumo de pomelo con azucar. El olor que procedía de la cocina que daba al jardín que podía contemplarse a través de grandes cristaleras me abrió el apetito y reforzó mi buen humor. Sin embargo me parecíó que Thomas estaba preparado para salir como así me lo confirmó nada más verme e indicarme que podía desayunar a mi gusto. Le pregunté por el señor Pinkmoon.

-Me ha dado instrucciones, Jeremy. Hoy no piensa salir de su cuarto hasta la hora del té. Incluso el almuerzo lo tomará solo, según me ha indicado.

-¿Ocurre algo, Thomas?

-No te preocupes. No es extraño. Lo suele hacer de vez en cuando. También me ha dicho que tiene usted total libertad para inspeccionar la biblioteca, el jardín… Incluso la bodega.

-Veo que te dispones a salir – le dije al criado.

-Así es. He de comprar algunas cosas.

Me quedé dubitativo entre quedarme en la casa y vagar por ella a mi antojo sin preocuparme por la decisión del señor Pinkmoon de permanecer en su habitación a solas o acompañar a Thomas a la ciudad. Me vendría bien dar un vuelta y salir de Creazy Winds donde había permanecido sin sacar un pie de la finca durante tres días.

-Si no te importa, Thomas, me gustaría acompañarte y dar una vuelta por la ciudad.

-En absoluto. Mientras acabas tu desayuno termino yo de preparar el carruaje y los caballos.

Llegamos a York a buena hora y avistamos la posada del señor Harris al inicio de la calle. Eso me dio pie para recordarle a Thomas lo que me dijo el posadero, que los perros del señor Pinkmoon se comían a las personas. Thomas no pudo reprimir la risa. Durante el camino ya me dijo que él creía en la palabra de su amo pero que era notorio que no así el pueblo, más atento a mentiras y fantasías que a la verdad. Para la gente el señor Pinkmoon era un cornudo inmoral que un día le dio un ataque de celos acumulado durante años, invitó al señor Pytton a su mansión para resolver la cuestión por sus propios medios. Me contó que su esposa padecía de nervios crónicos que la mantenía en vilo ante todo y que lo único que la consolaba era el favor del señor Pytton.

-Hemos llegado, joven. Si quieres me puedes acompañar…

-No, Thomas, prefiero vagabundear por ahí.

-Está bien, en un par de horas lo recojo. ¿Qué le parece en el hotel del señor Harris?

-Estupenda idea.

-Tenga cuidado, además de tacaño y murmurador es muy desconfiado. Cree que cualquier joven apuesto acude a su hotel en busca del favor de su hija, Madeline. Y claro, está dispuesto siempre que el joven sea de buena cuna, jajajaja.

Se rio, mientras atizó los caballos. Me dejé llevar por mis pasos. Me detuve en la catedral y me embebí del ambiente de Shembold Strett, y las calles estrechas y húmedas por las que parecía que el tiempo se había negado a trascurrir a causa el hechizo de algún mago artúrico. Antes de la hora de mi cita con el criado del señor Pinkmoon regresé a la posada. El señor Harris me reconoció de inmediato sin asomo de sorpresa. ¿Pensaría que mi profesión de periodista era suficiente para conseguir el placet para acceder a los encantos de su hija… previo matrimonio, claro.

-Ah, hola, muchacho. Lo vi llegar con Arthur. ¿Le apetece una cerveza?

-Estaré encantado de tomarla , señor Harris.

No fue el posadero quien me sirvió ya que estaban todas las mesas ocupadas y la señora Harris andaba trasteando en la cocina. Fue Madeleine quien me sirvió la pinta, una espumosa pinta negra y tibia con un puñado de olivas.

-Las olivas son por orden de mi padre. ¿Son muy caras, sabe?

-Gracias, muy, muy agradecido…

-Me ha dicho mi padre que estás alojado donde ese aristócrata loco que mató a su esposa y a su amante…

Levanté la cabeza, me limpié la espuma de la boca con la bocamanga, sin pudor, debido al efecto de las palabras de Madeline…

-¿Y cómo lo sabes? ¡Salió inocente del juicio!

-Siii, claaaro, no hay nada que no puedan comprar esos ricachones. Se han oído cosas por ahí, no solo las que han salido en los periódicos.

En ese momento apareció Arthur con el carro lleno de cosas, herramientas, sacos de cereal… Entró en la posada y no aceptó una cerveza. Era abstemio…

-Cuando quieras, chico, y rápido que puede que nos mojemos antes de llegar a Crazy Wind.

Salimos del local. Yo no podía dejar de mirar a Madeleine. Me zafé del brazo de Arthur y en un arrebato insólito me acerqué a la muchacha…

-Perdona mi atrevimiento. Podríamos, podríamos vernos en otro momento… No, no se trata de nada de eso, señorita. Soy periodista.

El señor Harris lo escuchó todo mientras atendía a otros clientes. Padre e hija de miraron y el posadero asintió asombrosamente con la cabeza, consentidor.

-De acuerdo, ¿qué le parece el domingo? Iré a la catedral a primeras horas de la mañana…

-Oh, bien, muy bien de acuerdo, hasta el domingo entonces… Subimos al carro y al poco comenzó a caer una lluvia fina… Mientras soportábamos los baches del carruaje no me quité de la cabeza una pregunta. ¿Qué cosas se habían oído por ahí del señor Pinkwood?

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