Natividad Cepeda.- La Historia de los pueblos es tan necesaria conocerla como el mismo yantar. Conocerla en todas esas andaduras que van desde la religión y la espiritualidad a sus dispares avatares por las que han pasado. Olvidar esa trayectoria humana es prescindir del latido permanente de su existir. Porque todo es interesante, y saberlo, es hurgar en las raíces en eso que llamamos tradiciones, al tiempo de recobrar las vernáculas leyendas contadas oralmente generación tras generación.
En mi temprana infancia escuché a mi abuelo materno, Juan José Serrano y Córdoba, relatar el robo al señor de la Torre de Juan Abad. Contaba, pausadamente, como el oro fue cargado en mulas y jumentos asegurando que de aquél robo muchas familias de pueblos distintos se habían enriquecido. Lo escuchaba embelesada imaginando la casa señorial asaltada y viendo el miedo de sus habitantes reflejado en sus ojos. Aquella torre lejana debería ser una gran fortaleza por donde damas y caballeros, escuderos y doncellas irían recorriendo estancias y caballerizas viviendo gestas guerreras incontables.
El lugar de la Torre de Juan Abad era emocionante y cargado de misterio alimentado por lo excepcional de la leyenda y lo lejos que se encontraba de mi pueblo, Tomelloso. Después aquél pueblo soñado se fue diluyendo restando importancia en mis años juveniles. El mito desapareció hasta que llegó a mi parroquia un sacerdote que dijo ser de la Torre de Juan Abad, don Leopoldo Lozano Rivas. Y con él llegaron su hermana Pepa, y su padre, que se hizo amigo de mi abuelo materno y juntos los veía paseando y asistiendo a misa. Años después vino su hermano Tomás, sacerdote también, que venía algo delicado por haber estado en Cali, allá en Colombia. La familia Lozano Rivas fue desde su llegada una familia amiga, querida y respetada.
Olvidé aquellas leyendas porque las personas de aquella población residentes en mi pueblo eran mucho más interesantes e importantes que lo que había escuchado en mi infancia. En otras ocasiones conocí a Juliana y a José María, dos hermanos más de la misma familia y con ellos a algunos de sus hijos. Nos invitaban a ir a “la Torre”, como ellos la llamaban, pero el viaje no se hizo hasta un fatídico día en el que se nos comunicó el fallecimiento de José María Lozano Rivas. Fue la primera vez que cargada de tristeza pasé a la imponente iglesia de Nuestra Señora de los Olmos para rezar y despedir al amigo. Desde entonces la Torre de Juan Abad tuvo alma propia porque ese lugar me había dado a mis amigos.
Escribe Inocente Hervás y Buendía en su Diccionario Histórico, Geográfico, Biográfico y Bibliográfico, lo siguiente: “¿A quién debió su nombre? Difícil es el conocerlo y peligroso el conjurarlo. Su justicia decía en 1575, que tomó su nombre de un alcaide de la fortaleza, que se decía Juan Abad; pero falta el probar, el que existiera en algún tiempo tal alcaide, y este cargo en la Orden de Santiago; más próximo a la verdad es, que alguno de sus caballeros llamado Juan Abad consiguiera de la Orden esta torre, para de ella hacer una puebla, pues ya dejamos dicho y probado por Actas Capitulares y Cartas de los Reyes de Castilla, que este fué el sistema, que planteó la Orden al hacer suyo el Campo de Montiel y merced al que consiguió en brevísimo plazo su repoblación.”
Y de nuevo la Historia me volvió a ese ancestro antiguo por el que venimos, quizás ignorando el largo equipaje de los lugares y de las gentes que dieron lugar a ellos. Es por esta razón que cuando he vuelto a caminar por las calles y plazas de la Torre de Juan Abad, he sentido en mi interior el carácter milenario alojado en ella. Porque los mitos no abandonan los lugares y permanecen en sus símbolos, ocultados, para protegerse de tanta ignorancia alojada en nuestras mentes.
Y he aquí que según describe Inocente Hervás y Buendía, dice: “Tiene este pueblo buena iglesia parroquial clasificada de segundo ascenso. Media legua al O. la capáz y bien trazada ermita de Ntra. Sra. de la Vega, monasterio antes de frailes, según manifiesta su justicia en 1575 y cuyo retablo fue obra del celebrado poeta D. Jorge Manrique.” Historia y fe a la Señora de la fértil vega que los vecino desbrozaron e hicieron fértil campo, para así pagar diezmos y deudas a poderosos e ilustres caballeros con bolsas de ducados, y vasallos que vendían o cambiaban… Se extinguieron fortalezas y Mesas Maestrales; quedaron sé los vecinos recopilando pliegos y leyendas. De todo eso acontecido sabe e investiga, José María Lozano Cabezuelo, conocedor y relator de obra y vida de Don Francisco de Quevedo y Villegas: y de esos míticos lugares donde mora la Patrona de Torre de Juan Abad, María Santísima de la Vega. Y porque nadie puede ocultar lo sagrado y misterioso quedan entre sus piedras el sigilo de los pasos de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón: los templarios. El temple y la custodia de los caminos de peregrinos, a la vez que investigadores de lugares santos, esotéricos. Esos sitios naturales asequibles solamente a los iniciados. A todo aquél que percibe y siente lo que las piedras guardan.
Quedan en Torre de Juan Abad, los vasallos. Perduramos y vamos y venimos por estos Campos de Montiel y de La Mancha castellana, vecinos que abrimos las puertas de nuestras moradas sin escudos nobiliarios; si con puertas de corazón abierto de par en par a los que hasta aquí llegan. Gracias a los amigos que se fueron, y a los que conocí a través de ellos, vine a esta noble y hermosa Villa de Torre de Juan Abad.