Relato para el verano: La última voluntad del señor Pinkwood (6)

Por Toni Borton.– Estuve toda la noche dándole vueltas a cuanto me había contado sir Arthur que no era nada novedoso ya que los pormenores del caso fueron seguidos por la prensa con interés y cierto sensacionalismo. Lo que me fascinaba era que fuera el propio aristócrata quien rompiera su silencio después de tantos años, que lo hiciera en la misma casa donde ocurrieron los hechos y que se decidiera  a revivirlos ante un periodista de Senffield, no para una gran cabecera londinense. La noche era desapacible y a pesar del grosor de los cristales de los ventanales de vez en cuando se escuchaban las gotas de lluvia golpearlos y el ulular del viento se acrecentaba debido a alguna rendija u obertura que era incapaz de descubrir.

Mas que en lo que me dijo, me fijé en el modo en que me lo dijo. En sus manos, en sus ojos, en las pausas que hacía en su reedición mental de la muerte de su esposa y de su amante y del juicio y de su inocencia. Repasaba una por una sus palabras, y reproducía en mi cerebro la secuencia de los hechos. Todo parecía estar en orden, todo encajaba aparentemente: La señora Pinkmoon se levantó aprovechando que su marido dormía plácidamente en la otra cama los dulces momentos que anteceden al amanecer. Algo había escuchado en el pasillo, como un golpe seco, la caída de un vaso o algo similar. Abrió la puerta y comprendió que el ruido venía de una de las habitaciones de abajo donde se había alojado el señor Monthy, invitado por el matrimonio. Eran amantes, como reconoció sir Arthur sin que eso supusiera algo imperdonable. Bajó, abrió la puerta y se encontró al señor Monthy tumbado sobre la cama con el hacha clavada en el pecho. El terror quebró su delicada mente, trató de extraerle el arma letal sin éxito y enloquecida al ver a su amante de esa manera subió las escaleras y se metió medio tubo de pastillas en un santiamén. Advertido sir Arthur trató de hacerla vomitar en el momento en que entró la señora Celeste y los vio allí, la mujer como golpeando a su marido y éste en actitud poco amorosa. Bajó las escaleras a avisar al señor Monthy pero lo que halló en el cuarto fue a éste con el pecho ensangrentado. Lo demás ya se sabía. Sir Arthur no hizo nada cuando llegó la policía avisada por la señora Celeste. No hizo nada ni dijo nada. Absorto, con la mirada perdida se dejó detener sin resistencia. Fue introducido en un coche policial de caballos y conducido hasta las oficinas de York. Juicio y veredicto. Esa era la historia. ¿Entonces, qué? Nada nuevo, salvo como queda dicho, que el señor Pinkmoon había abierto la puerta de su casa a un joven periodista para romper su silencio de dos décadas pero sin aportar nada nuevo, aunque ese detalle reforzara aún más su condición de inocente. ¿Pero porqué no prosiguió con su vida desahogada de buen rentista en su casa de Londres, frecuentando los clubs de los que era miembro por derecho? Los aristócratas son muy suyos a la hora de arroparse y suelen ser muy tolerantes en asuntos de faltas y pasiones extramatrimoniales. Una vez declarado sir Arthur inocente de los cargos y cerrado el caso con la muerte del señor Monthy a manos de la señora Pinkmoon que luego se suicidó envenenándose, sir Arthur no tendría inconveniente en integrarse de nuevo a su mundo, tal vez con un ápice de admiración por sus amistades. Ya se sabe que la sociedad londinense suele ser de un cinismo insoportable.

¿Pero por qué no lo hizo y por el contrario  se recluyó y nunca más desde aquello se le volvió a ver en Londres, ni siquiera en York porque apenas salía de Crazy Winds? ¿Y sobre todo, y esta era la pregunta con la que tenía previsto iniciar la conversación del día siguiente… ¿creía el señor Pinkwood que fue realmente su esposa la que mató a su amante, el señor Monthy? ¿Y si no lo creía… qué deducía el aristócrata de todo ello?

Habían pasado casi veinte años y todas las heridas habían tenido tiempo suficiente para cicatrizar, los años habían sepultado motivos y razones, la verdadera causa de ambas muertes… El tiempo había sepultado todo… ¿tal vez la verdad? Que el señor Monthy estuviera alojado en la casa de los Pinkmoon no era extraño pues los unía una gran amistad y el affaire que mantenía el finado con la esposa de sir Arthur no era motivo de una muerte tan atroz ya que el mismo sir Arthur era consentidor y el matrimonio se había dado todas las licencias con la condición de guardar un poco las formas aunque por lo que contó el señor  Pinkmoon últimamente estaban pensando en arreglar los papeles del divorcio.

Di media vuelta en la cama tratando de conciliar el sueño pero no me fue fácil.  Una y  otra vez me venían las palabras de sir Arthur a la mente cuando le pregunté qué fue lo que pasó entre ustedes, entre su mujer y usted…

-Nada, chico, simplemente, el amor se esfumó justo al día siguiente en que también lo hizo la pasión. Tanto por mi parte como por la parte de mi esposa. ¿Hacer un drama por ello? Oh, no por Dios… Eso no casa bien con nuestra posición… Al amanecer una vez que me hube acicalado bajé con la decisión tomada en forma de dos preguntas: ¿creía el señor Pinkmoon que fue su esposa la que hundió el hacha en el pecho del señor Python? Y más directamente, mirándole a la cara se lo preguntaría sin más: ¿mató usted al amante de su esposa y a su propia esposa, sir Arthur?

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