Relato para el verano: La última voluntad del señor Pinkwood (3)

Por Toni Borton.- Me percaté de que la persona que me abrió el portón de hierro era el mismisimo señor Pinkwood cuando vimos parado en la escalinata de acceso a la casa a un hombre ya entrado en los setenta años por su aspecto, ataviado con prendas de campesino y un gran mandil de hule de jardinero. Aquel hombre tenía un aspecto físico mucho más castigado y desde luego un porte mucho menos distinguido que el criado que yo tomé por sir Arthur, que ahora estaba detenido en los primeros escalones girado hacia mí, como si fuera consciente de mi perplejidad.

-Señor Foster, este es Thomas, mi hombre de confianza y debo añadir que mi sombra. Su presencia es como si fuera una extensión de mi persona. Así que no le incomode…

-Perdone, yo creía que… era usted…

– No te preocupes, joven. Te tuteo, supongo que será lo más cómodo para ambos. Llevo años sin salir del recinto, y como comprenderá no es cuestión de andar con exquisiteces. Visto informal, un poco como él, y como requiere el protocolo del campo, o sea nada, absolutamente ningún requerimiento. El campo carece de esas sandeces sociales

Debo decir que conforme lo miraba, el señor Pinkwood se me trasfiguraba en el aristócrata de otro tiempo, cuando yo apenas era un niño y no tenía conocimiento del mundo, salvo de los perros con los que jugaba a todas horas.  A pesar de la similitud de la vestimenta era evidente que uno tenía aspecto de señor y el otro de criado. Contemplarlos a ambos ratificaba esa sensación con un poco de agudeza.

Sir Arthur me animó a culminar la escalinata después de pedirle a Thomas que se hiciera cargo de mi maleta y preparara la habitación verde, una estancia luminosa de amplios ventanales que daba al sur lo que garantizaba la tradicional luz ceniza de Inglaterra o la de los días maravillosamente espléndidos cuando amanecía con un sol radiante.

-Si, señor Pinkwood. Les avisaré cuando esté todo preparado- dijo el criado.

La casa era impresionante. Un enorme recibidor con techos de bóveda, una suntuosa escalera que daba a un pasillo voladizo repleto de muebles tallados hasta el hartazgo de bajorrelieves insólitos, cuadros, porcelanas, tapices… La planta baja era igualmente enorme, sin embargo, sir Arthur no se entretuvo a mostrarme su apartada y lujosa cárcel que había elegido para su retiro cuando decidió trasladarse a Crazy Winds y dejar su piso de Londres después de que la Ley lo declarara inocente. Atravesamos un recibidor tan grande como una catedral y sir Arthur me condujo a la parte posterior de la casa donde había un pequeño jardín, como un secreto en el interior del jardín que rodeaba los aledaños. Había una mesa de hierro pintada de blanco como las sillas acolchadas por un grueso cojín tan cuadrado que parecía una porción de pan de sandwith.

-Siempre a esta hora tomo un trago de ginebra helada y limón natural. Lo veo más británico. El whisky lo dejo para la noche y la cerveza para cualquier hora. Si le digo la verdad es Thomas quien se la despacha. Con mi permiso, claro. Pero no se crea, es prudente y moderado. Siéntate, por favor.

Hice caso a mi anfitrión y me acomodé en una silla desde la que se podía observar la parte trasera del caserón, adivinar sus verdaderas dimensiones, así como todo el ámbito de verdor que se extendía anejo a la construcción, la fuente cuyas figuras estaban desgastadas por la intemperie o estaban mal moldeadas, las chimeneas… Aquel era el mundo de sir Arthur Pinkwood, sospechoso, acusado y juzgado por la muerte de su esposa y declarado inocente por falta de pruebas contundentes o por su mano influyente en las altas esferas, según sus enemigos. Y ahora lo tenía frente a mí. No solo había accedido a abrirme la puerta de su casa, sino a contarme su versión de los hechos acaecidos casi veinte años atrás para mayor gloria de The rising sun y de mi jefe. Bueno, y de mí, al fin y al cabo iba a ser yo quien pusiese nombre a la serie que tenía previsto publicar por entregas tal y como convenimos el señor Lytton, mi jefe, y yo, en el remoto supuesto de que nuestro hombre nos recibiera bien. Como, milagrosamente, así fue.

-Y dime, Jeremy… ¿por donde quiere que empecemos?          

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