A pesar de que Adela y José habían logrado limar asperezas respecto a sus antiguos amoríos y las ampollas que ellos levantaban respectivamente, aún seguían recordando lo acontecido cuando veían el semblante taciturno de su hijo, testigo de sus discusiones que se había visto influenciado por aquellas diferencias de opinión que nunca debió escuchar.
Tras la visita a la antigua casa de Hernán Pérez del Pulgar, las cosas andaban más tranquilas en la residencia de los padres de Blas. Nada reseñable en aquellos días de canícula salvo aquellas temperaturas extremas que ponían al límite a los moradores de aquella vivienda.
– ¿Qué hay de nuevo en el Museo Villaseñor? ¿Alguna actividad que se pueda ir a visitar cuando dispongamos de tiempo libre? –preguntó José a los recién llegados.
– ¡Nada, papá! Dicen incluso los que hablaron con el abuelo que por las tardes este año no habrá ninguna actividad, al menos que ellos sepan.
– También es lo normal, pues con estas temperaturas es difícil que se pueda celebrar algo en el exterior de sus patios. Habrá que esperar a septiembre entonces para volver a preguntar.
– Quizá mejor así, pues no podríamos aguantar nosotros demasiado tiempo con ese bochorno, y vosotros aún menos.
– ¡Cuánta razón tienes, niña! Por cierto, ¿dónde se halla el peque de la casa?
– Creo que ha salido a la calle, no sé si a ver a algún amigo o a jugar un poco. También le encargué algún recado, aunque ya no sé si se le irá el santo al cielo o me lo traerá bien. Ahora que está de vacaciones anda más despistado que de costumbre.
– ¿El pan se lo has encargado cerca de la Plaza de Carmen por casualidad?
– Pues claro que sí, es lo más próximo que le puede pillar y así no tendría excusa para traerlo. Sin embargo, ahora que lo pienso, ya sé por dónde quieres ir, padre. ¿Quizá haya visitado a la hija de Carmen y por eso andaba tan callado y sumiso esta mañana?
– No tengo la menor duda, pues hace tiempo que le debe esa visita.
Pocos minutos habían pasado desde aquella conversación entre mi abuelo y mi madre y, como si de un fino hilo uniera ese diálogo con mi destino, había llegado a la puerta del bloque que pretendía visitar. Toqué entonces al portero automático y en unos segundos se oyó:
– ¿Quién es? –respondió una dulce voz.
– Soy Blas, ¿puedo subir?
– ¡Claro que sí! Te abro ahora mismo.
Alcancé entonces la puerta del ascensor y, tras abrir su puerta, al fondo del pasillo me encontré con la puerta entreabierta del piso.
– ¡Cuánto me alegro de verte! Me tenías muy desatendida. Hacía días que esperaba tu visita, pues ya he podido salir algunas veces a la calle con mi madre a hacer la compra pues mi pie está totalmente recuperado. –refirió la muchacha.
– Ahora me dejas más tranquilo. Supongo que, con los cuidados de tu madre, al ser enfermera, apenas hizo falta más para que te pudiera reponer. No vine antes a visitarte pues no quería molestar.
– Sí, la mayoría me lo hizo ella, pero para estar seguras fuimos al hospital y me miraron para tranquilizarnos. Me alegro mucho de que estés aquí. Te eché muchísimo de menos estos últimos días, pues apenas pudimos hablar el día que estuviste.
– Sí. La verdad no sabía qué decirte, pues algo de vergüenza me daba al haber estado más de medio curso juntos y no haber hablado hasta que te caíste. Y luego, con tu madre, no sabía qué decir y me contó lo de mi abuelo y mi madre y no supe qué decir.
– Supongo que se lo dirías a ellos que habías visto a mi madre, ¿no? Ella tiene muy buen recuerdo de ambos y, sobre todo, de tu abuelo que la conoce desde muy niña. Tampoco sabía nada de ese tema y para mí fue toda una sorpresa.
– He de confesarte que no se lo había dicho y, visitando mi abuelo y yo la iglesia del Carmen, nos encontramos a tu madre y ella misma se lo dijo. En ese momento quería que se me tragase la tierra, pues no supe como contarlo y casi me tiran ambos de las orejas.
– ¡Ya será menos, tontorrón! Anda, acompáñame a la salita y hablamos un poco más. –señaló la joven jocosa.
– Creo entonces que te debo una disculpa. Quizá lo podría reparar de alguna manera. No sé, no sé.
– No estaría mal que hicieses algo. A esa cabecita tuya seguro que se le ocurre algo.
– …Estaba pensando en que en unos días mi abuelo y yo vamos a hacer una visita a algún lugar de la ciudad, quizá sea la última de este verano, pues luego vendrán las fiestas y en septiembre al ir a la secundaria quizá ya no me deje tanto tiempo para disfrutar de él. No sé cuál será esta vez, pues no me dijo nada, como suele ser costumbre en él. Pero ¿qué te parece si te incorporas a la visita con nosotros? Eso sí, te aviso que ahora en vacaciones de verano normalmente vamos a una hora temprana para evitar el calor, y luego a la vuelta nos podríamos tomar algo fresquito. Si te apuntas, estás invitada.
– ¡Guau! Me parece una idea estupenda. Pero ¿tu abuelo estará de acuerdo? Si es así, sólo me lo tienes que decir un día antes para confirmártelo. Mientras se lo consultaré a mi madre.
– Por mi abuelo no habrá problema. Entonces ¿te tomo la palabra? Ya te diré cuál es el lugar de la visita, si mi abuelo me lo dice antes. Y eso sí, quiero darle también a mi abuelo una sorpresa así que no le digas mucho a tu madre, ¿vale? –señaló el muchacho, que fue respondido con un suave ósculo de Maite en su mejilla.
Mi sonrojo no se hizo esperar y ante una actitud tan cariñosa, la pregunté:
– ¿Por qué has hecho eso? ¡Anda que eso de los besos ya lo vas a convertir en una costumbre!
– ¡Ay cómo sois los chicos! ¿Acaso crees que un gesto de cariño te puede llegar a molestar? ¡Y menos aún si te lo doy yo! ¿O no?
– No se trata de eso, sino que realmente no me lo esperaba. Sólo es que la única que suele hacer eso es mi madre y ya creo que soy demasiado mayor para esas bobadas.
– Vale, tontito. Me lo creeré por ser tú. –respondió cariñosa.
Había pasado más de media hora desde que llegué a la casa de Maite y aún tenía pendientes los recados que me encargó mi padre. ¡Esta vez no se me podían olvidar! Por ello le dije que tenía algo de prisa, y recibí por respuesta:
– No te preocupes, pues también tengo que salir a lo mismo que tú. Primero nos tomamos un refresco y ahora te acompaño a la calle. ¿O no te parece bien que una chica que haga compañía?
– No tengo ningún problema. Te lo agradezco, pues ya tenía mucha sed.
– Este muchachito…
Nos acercamos a la cocina, de tamaño similar a la que tenía la casa de mis padres: fregadero con un vano, lavavajillas, vitrocerámica, una torre donde horno y microondas se superponían y, por último, el frigorífico. En el hueco de enfrente se encontraba también una mesa de la cocina con sólo tres sillas, lógica cifra en este caso pues nunca los moradores de esta vivienda habían superado este número. Apenas había diferencia en el tamaño de la residencia respecto a la que nosotros teníamos, aunque aquí sólo estaban dos personas, por lo que disfrutaban de más espacio.
En ese momento, Maite, llena de confianza, se dirigió a mi indicándome:
– ¿Me acompañas y te enseño la casa? Creo que el otro día apenas me pudiste ver en la salita cuando tenía el pie en alto cuando llegamos.
– ¿Estás segura de que no voy a ver nada que no debo?
– ¡No te preocupes, sieso! Todo está en su sitio. A saber si tú, como chico que eres, y estando sólo tu madre, alguna cosa tendrías desperdigada por el suelo. ¿O me equivoco? Nosotras las chicas solemos ser más ordenadas en esas cosas, ¿no crees?
– La verdad es que me has pillado, y eso que ella siempre me regaña. Pero no te puedo decir que no.
– No te preocupes. Aunque ya que ella está sola en vuestra casa para esas tareas, deberías colaborar más ayudándola. Es mi opinión.
– Sí que te doy totalmente la razón, aunque a veces me cueste.
Acabamos entonces los refrescos que Maite había sacado del frigorífico. Ambos comenzamos a tener un clima de confianza mucho más relajado. Aquella mirada que se posaba sobre mí me estaba empezando a dejar como hipnotizado, aunque también me llegaba a intimidar. ¡Tenía tanta seguridad en sí misma y me atraía tanto…! No sabía lo que era eso hasta aquel día. Tampoco lo que ella estaba pensando en ese momento. Estaba algo extrañado por sentirme tan cómodo con ella, aunque también desconcertado. Aquella dulce sonrisa iluminaba totalmente su cara y estaba más relajado que el día del tropiezo.
– ¿Nos vamos, Blas? –preguntó.
Salimos a la plaza del Carmen, y en ese momento cada uno tenía sus propios encargos. Ambos nos separamos en ese preciso instante. Ella me guiñó un ojo sin más. A mí me costó trabajo contenerme, aunque con una leve sonrisa la respondí, además de emplazarla a la cita convenida:
– Recuérdalo, pues te avisaré el día antes. Depende de lo que mi abuelo me diga, así quedamos.
– De acuerdo, tontorrón. –respondió la muchacha con una sonrisa.
Tras pasar por la panadería de costumbre, apenas me dio tiempo a poco más, por lo que decidí regresar a casa. Por una vez, llevaba la tarea bien hecha y sin temor a que mi madre me pudiera regañar.
Llegué a casa. Saludé a mi madre y mi abuelo, pues aún José no había regresado. «Le surgió una chapuza del vecino del quinto, que nunca se le dieron bien los trabajos de la casa y suele recurrir a tu padre», respondió mi madre ante la extrañeza de no verle todavía.
No hizo falta decir nada al respecto. Tras descalzarme, di cuenta de los recados, los deposité en la cocina y las vueltas de lo que me dio mi madre, que puso una cara rara al ver que no había gastado nada para mí.
Me fui directo al cuarto de baño para asearme un poco y después a la habitación para cambiarme de ropa, pues la ropa se encontraba bastante sudada.
Tras regresar a la salita, donde se encontraba el abuelo, la puerta de la calle se abrió, entrando mi padre muy alegre entonces.
Se iría directo a la cocina con una sonrisa de oreja a oreja. Mi madre no sabía qué pensar ante tamaña locura que mostraba su esposo. Mi abuelo y yo aún no nos habíamos percatado de lo que ocurría. Aunque la espera no duró mucho, pues desde la cocina se oyó una exclamación de mi madre que no dejaba lugar a dudas:
– ¡Por fin, cariño! Estoy muy orgulloso de ti. –exclamación que no dejó derecho a réplica pues asió a José para darle un beso que lo dejaría casi sin aliento.
– Para, para, mujer. Que casi no me dejas respirar. Ya sé que te alegras, pero ¡ten cuidado con la sartén que casi salimos ardiendo con tanta fogosidad!
– Era lo mínimo que te merecías. Ya iba siendo hora de que pensaran en ti y no valorar otras cosas. La buena gente, los que hacen el esfuerzo, merece recibir su justa recompensa. Tú, en este caso, la has recibido, aunque tiempo te haya costado.
– ¿Qué es lo que ocurre que celebráis con tanta alegría en un sábado veraniego? –preguntó el abuelo intrigado antes el alboroto que su hija mostraba al llegar a casa su esposo.
– La justa recompensa, a veces, llega para quien realmente se la merece. Hoy estamos de fiesta, padre. Me sonríe la suerte, pues casualmente en casa del vecino estaba mi compañero de trabajo, aquel que estaba a punto de jubilarse y que ocupaba el puesto de encargado. Si las cosas no cambian, quizá en unos días ocupe ese puesto yo mismo, con todo lo que eso significa. ¿Qué le parece, padre? –respondió ufano José ante Juan José.
– Nada más dichoso puedo estar, salvo que mi propia hija hubiese sido la portadora de la noticia. Pero como sois uno, es como si lo fuera. ¡Ven a mis brazos, José! –a lo que respondió solícito el recién llegado.
– ¿De qué habla el abuelo, papá? ¿A qué vienen esas lágrimas de mamá? ¡Alguien me lo puede explicar!
– Hijo mío, pareciera que la diosa Fortuna a veces se confabula para que todo nos sonría. En este caso, el afortunado soy yo en el caso del trabajo. Aún no quiero tentar a la suerte hasta que me lo confirmen, pero a lo largo de la semana sabré con seguridad si es posible que ocurra lo que me acaban de adelantar. ¡A tu padre quizá le asciendan en el trabajo!
– Eso suena muy bien papá. ¿Qué me vas a comprar entonces cuando ganes más?
Las carcajadas de los allí presentes no se hicieron esperar ante mi ocurrencia.
La comida, nuevamente hecha por la señora de la casa, mi madre, hizo las delicias de todos los comensales, aunque mi padre puso la guinda al pastel al traer un dulce postre del que disfrutaríamos todos: una enorme bandeja con pasteles de diverso tipo.
Llegó entonces la hora de la siesta, muy necesaria y oportuna en aquellas fechas en las que la canícula se hacía muy presente. Poco después comenzamos a desperezarnos de nuestros respectivos lugares de descanso, huyendo de cualquier intento de asomar a la calle pues ya el termómetro había disparado su temperatura más allá de los cuarenta grados. ¡Hasta cuándo vamos a tener que soportar este sofoco!, era la expresión habitual que se escuchaba en la casa durante aquellos días.
Continuaríamos varios días así, aunque andaba intrigado con mi abuelo pues aún no me había comentado nada sobre una nueva ruta. Quizá estaba remiso a hacerla por aquellas temperaturas tan extremas o quizá porque no le apetecía a él sin más.
Un día, como quien no quiere la cosa, estando ambos en la salita a la espera de ir a comer, mi abuelo me preguntó:
– Según vi en el pronóstico del tiempo de ayer, parece ser que las temperaturas nos van a dar un respiro para este jueves. ¿Qué te parecería si hacemos una nueva visita antes de que lleguen la Pandorga y las Ferias que ya estaremos con la cabeza en otras cosas?
– A mí me parece perfecto. Quizá sea la mejor ocasión que nos pueda quedar en todo el verano. –señaló el muchacho con algo de pena.
– No te preocupes, pues si no es posible, ya veremos cuándo.
– Que sí, abuelo. Que me parece el mejor día. Pero ¿me vas a decir dónde vamos esta vez antes de salir?
– Esta bien, te lo diré, para que no me des la lata. Quiero cerrar este verano con la visita a la Puerta de Toledo, ¿qué te parece?
– ¡Cuánto me alegro! ¡Lo estaba deseando desde hace tiempo! Pero ¿podremos subir o no?
– No creo que sea posible, pues además según recuerdo, las escaleras ya no estarían muy preparadas para mis rodillas y no podría acompañarte.
– De acuerdo, abuelo. Entonces la visita la haremos por debajo y como podremos estar en parte de sombra, nos vendrá bien para evitar el calor, ¿no?
– Así es, Blas. Sobre las nueve y media saldremos para allá, pues hoy no podemos descuidarnos. Antes de las doce debemos estar de vuelta o en algún lugar bien resguardados. –señaló el anciano.
No hizo falta decir más. Fue entonces cuando me dirigí al servicio para asearme, aunque llevando conmigo el móvil. En ese momento, me acordé de Maite y le envié un WhatsApp:
– El jueves salimos a las nueve y media. El lugar por visitar es la Puerta de Toledo.
– De acuerdo, tontorrón. Pero no podré salir de mi casa, pues ese día salgo antes a la calle. Os esperaré donde están los olivos si hacen sombra.
– Allí nos veremos entonces.
– Ok.
Se oyó entonces la cisterna del cuarto de baño, que oportunamente había accionado para disimular mi tardanza.
La tarde transcurriría demasiado tranquila, huyendo como era nuestra costumbre de aquel sofocante calor, pues mis padres habitualmente no solían ir a la piscina, sobre todo desde que mi abuelo estaba con nosotros, pues él no podía estar expuesto a tan altas temperaturas y no lo íbamos a dejar solo en estos días de vacaciones.
Llegó la noche del miércoles. No paré de darle vueltas a nuestra visita del día siguiente. Mi abuelo no sabía la sorpresa que le esperaba: ¡Maite nos iba a acompañar! ¿Me habría equivocado al no consultárselo antes? ¿Qué suponía que escondiese las simpatías que empezaba a despertarme aquella muchacha en la que meses atrás ni me había fijado? ¿Estaría ocurriendo lo que todos me daban a entender y que sentía algo más por ella que simple amistad? Aún era pronto para dilucidar aquellas dudas que me estaban asaltando. Mañana sería otro día, especial eso sí, pero otro día en el que pensar aquellas cosas. Ahora tocaba intentar dormir, a pesar de que las altas temperaturas de aquel final de julio cumplían con el pronóstico habitual de dichas fechas: se hacía insoportable dormir si no se disponía de un aparato de aire acondicionado a pleno rendimiento incluso por la noche. En nuestro caso, la economía no daba para tanto y la instalación se circunscribía a las proximidades de la salita y la cocina. En el resto, habitaciones incluidas, aquellas noches que eran conocidas como toledanas había que tratar de sobrellevarlas de la mejor forma posible, aunque fuera sufriendo problemas de sueño y excesivo calor.
El jueves amaneció. Apenas eran las ocho de la mañana cuando el abuelo y yo estábamos en pie, disponiéndonos a asearnos y dar cuenta de un suculento desayuno antes de comenzar nuestra esperada visita.
Mientras salíamos de casa, en dirección a la Puerta de Toledo, mi abuelo me fue contando cómo aún aquel resto de la muralla permanecía en pie, a pesar de todo el tiempo transcurrido:
– Algunos hombres hicieron posible un milagro que hoy lleva en pie varios siglos, algo que no es habitual en esta ciudad que tanto ha destruido. Curiosamente sería 1915 aquella fecha tan relevante. Allí participaron algunos de los hombres más ilustres del momento, entre los que destacaba como cabeza visible el cronista de la provincia don Antonio Blázquez.
– Abuelo, ¿podías esperar un poco más hasta llegar allí para contarme esa historia? –indicó el muchacho, que pensaba en quien estaría esperando la llegada de ambos.
– No entiendo por qué habré de retrasarlo, pero si lo prefieres así iremos andando más deprisa y las explicaciones las dejo para más adelante. –respondió el anciano intrigado.
– Sé que me contarás muchas cosas más en la misma Puerta, pero sin tener ese monumento delante, prefiero que no lo hagas aún. –echando el muchacho una mentirijilla piadosa. – Además, algunas cosillas quizá uno de mis profes nos las había contado en clase, aquel con el que no pudiste hablar al final en el curso pasado. Por desgracia, el año que viene ya no podrás, pues ya voy a otro lugar, ya sabes, donde estudiaré la secundaria, e incluso ese profe también se marchó de Ciudad Real pues encontró otro centro de trabajo más cerca de su lugar de origen.
– ¡Y muy contento y orgulloso que estoy de ello, hijo! Sigamos andando entonces y a la llegada buscamos una zona de sombra donde te comienzo a hablar de aquello.
Apenas bastó un cuarto de hora para que alcanzásemos la que era conocida como explanada de la Puerta de Toledo, una suerte de lengua peatonalizada que se extendía al sur del monumento y que se veía coronada por algunos bancos rodeados por varios olivos. Próxima a los mismos había una pizzería que hacía las delicias de muchos.
Casualmente llegamos a aquella suerte de olivos y, en uno de aquellos bancos, vi sentada a una joven leyendo que me resultaba bastante familiar: ¡Maite había llegado a tiempo! En ese momento se me dibujó una enorme sonrisa en mi cara que no pasó desapercibida para mi abuelo:
– ¿A qué se debe esa dicha, Blas? ¿Acaso hay algo que no me has dicho?
– La verdad, abuelo, es que hay una cosa que no te conté. Quizá no estemos solos viendo la Puerta de Toledo. No sabía si te iba a gustar la idea e invité a alguien para acompañarnos sin contar contigo.
– ¿No será por casualidad aquella jovencita que nos está mirando de reojo desde que llegamos a este paso de peatones?
– Vaya, abuelo, no se te escapa ni una. Es la misma que estás pensando. ¿Cómo lo has sabido?
– Ay, Blas, son ya demasiados años para que tus nervios no te delaten. Además, eso de no mostrar tanto interés por este monumento tan emblemático me dejó con algunas dudas que ahora mismo ya he podido resolver. Por cierto, su cara me resulta familiar… ¡Acabáramos! ¿No será la hija de Carmen, aquella que atendiste hace poco porque se había caído o algo así y que era compañera de clase en tu colegio?
– Bueno, abuelo, no te puedo ocultar nada pues enseguida lo averiguas todo.
– Sin embargo, en este caso, me sacas ventaja. Además, te tocará presentármela antes de que iniciemos la visita, ¿no?
– Por supuesto que sí.
Cruzamos entonces la calle y en ese momento Maite se levantó del banco dirigiéndose hacia nosotros.
– Abuelo, te presento a mi amiga Maite, que es hija de quien tú conoces, la señora Carmen.
– Encantado de conocerte, hija mía. Por fin nos vemos pues he oído hablar de ti desde hace tiempo.
– El gusto es mío, don Juan José. Mucho y bien me habló mi madre de usted, pues se conocen desde hace muchos años.
– Así es, Maite. Por cierto, según tengo entendido, hoy te unes a nuestra visita. Perdona si te aburro con mis batallas y pregunta cuando quieras.
– Será un placer. Blas me lo propuso y yo estoy encantada de acompañarlos.
– Gracias, hija. –señaló el anciano mirando de reojo a su nieto con un gesto de complicidad.
Aprovechando nos encontrábamos a la sombra de aquellos olivos, mi abuelo decidió retomar lo que minutos atrás había intentado explicar y que, tras encontrarnos con Maite, comprendió el por qué de la demora. En ese momento, se refirió a la Puerta de la siguiente manera:
– Como antes le estaba empezando a comentar a Blas, el monumento que veis allí a lo lejos, que más tarde lo veremos justo por debajo para conocer algunos de sus detalles, tuvo incluso más fortuna que otros que en esta ciudad tenían muchos menos años de historia. Hubo algunas personas que se preocuparon de su supervivencia y, por ello, en el año de 1915 llegó a ser declarada Monumento Nacional por parte del entonces Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes.
» Se había ratificado la difícil situación en la que se hallaba el monumento cercano al derrumbe o la demolición, por lo que una Comisión Provincial de Monumentos de Ciudad Real en el año anterior había solicitado la declaración como Monumento Nacional a la Real Academia de la Historia para que fuera de tal manera protegida la Puerta de Toledo. Así, ya a comienzos de 1915, en los primeros días del mes de febrero, sería publicada la Real Orden con la que la declaración se hacía oficial, y desde ese día hasta la fecha aún tenemos la suerte de que se encuentre en pie. ¡Recordad bien ese dato pues apenas son ciento ocho años los que nos separan de aquella decisión en la que el cronista don Antonio Blázquez fue parte fundamental pudiéndose con ello cambiar la historia de la Puerta de Toledo! Aunque lo que hoy contempláis tiene una historia aún más larga que, en algunos detalles, os quiero pasar a relatar.
– Ahora entiendo la admiración que Blas tiene por usted. Sabe mucho de la historia de esta ciudad. Y yo estoy muy contenta de estar aquí disfrutando de ello. Gracias Blas por la invitación. –miró risueña y cómplice la muchacha, algo que no pasó desapercibido para el anciano.
– No hay de qué, Maite. Sabía que te gustaría.
– Bueno, jovencitos, si seguimos con tantos halagos se nos va a echar el sol encima y ni tan siquiera vamos a acercarnos a ver la Puerta.
Dicho y hecho, no hizo falta que mi abuelo indicase qué debíamos hacer en ese momento. Era la hora de levantarse de aquel banco para dirigirnos a la mismísima causa de nuestra visita.
Tras recorrer toda la distancia que separaba a los olivos del mismísimo monumento, llegamos a la altura de aquella Puerta, pertrechados todos con algún tipo de complemento que nos tapase la cabeza del astro Sol que comenzaba a hacer de las suyas: el abuelo, más tradicional, con su sombrerillo de paja que aún mantenía de cuando fuimos a la romería de Alarcos; Maite, más coqueta, portaba una discreta pamela; y, yo mismo, sencillamente eché mano de una gorra que mi padre me había comprado días atrás con el logotipo de uno de mis equipos de baloncesto favoritos. Eso sí, a ello le añadimos la oportuna crema solar que previamente nos habíamos aplicado antes de salir de casa.
En ese preciso momento, mi abuelo continuaría hablándonos de cómo aquel monumento pertenecía a una estructura mucho mayor, la antigua muralla de la ciudad, y que era la única que hoy en día se mantenía pie desde sus orígenes. Detalles había muchos en los que detenernos como los arcos gótico-mudéjares además de los también aparecidos de herradura que con un liso dovelaje se veía acompañado de unos esmerados matacanes apoyados en medias columnas. Dos elevadas torres se podían observan en sus flancos mostrando una planta rectangular.
Esa estructura que, a simple vista observamos según llegamos se repetía igualmente en la cara norte de la Puerta. Cruzando por debajo de ella, y siempre siguiendo las indicaciones de mi abuelo como la pequeña puertecilla que se hallaba a nuestra derecha o las bóvedas que había tanto en la cara norte como en la sur. De aquello, según él mismo nos indicó, nos hablaría más adelante. Primero prefirió llegar hasta que pudiésemos contemplar la Puerta mirando al sur de la ciudad. Allí fue cuando se detuvo y comenzó a indicarnos:
– Antes de explicaros el origen de esta construcción que se remonta a los tiempos en los que el Rey Sabio decidió fundar aquí Villa Real, me quiero detener en que veáis lo que tenemos en esta parte de la Puerta, lo que se conoce como su cara norte.
» Frente a nosotros se puede ver dentro de los arcos y de su matacán un escudo en piedra con las armas de Castilla, los castillos y los leones como podéis ver. Cuando crucemos la Puerta lo que ya veréis será una oración escrita en latín, que ahora se ve mucho mejor desde que fue restaurada, enmarcada dentro de una especie de lápida en la que se hace constar la que sería la fecha de finalización de la construcción de la Puerta, el año de 1328, aunque si os fijáis más tarde, aparece otra fecha y os preguntaré por qué.
– Abuelo, para no entretenernos luego, por qué no nos acercamos a verla y así salimos de dudas.
No hizo falta responder, cruzamos por la Puerta y nos encontramos enfrente de la cara sur. Ahí se contemplaba lo que mi abuelo había comentada y, siendo la de mejor vista Maite, señaló:
– Según se ve, si no me equivoco lo que se puede leer es: MCCCLXVI. No sé si corresponde a la fecha indicada, aunque por el final parece que acaba en 6, ¿no es así don Juan José?
– Veo que no se te escapan los detalles, hija, y así es. Para ser más exacto la fecha que me has dicho correspondería al año de 1366. Pero ¿sabéis por qué os he dicho antes que ponía 1328 y no esta fecha? ¿O acaso creéis que me puedo haber equivocado?
– Abuelo, porque aparece en otro lugar, ¿no? –indicó Blas.
– No, hijo. La fecha es esa misma, lo único que ocurre es que en la Edad Media hubo un tiempo en el que la cronología que se llevaba a cabo en el territorio de nuestra península era conocida como Era hispánica y había un desfase de unos años que es lo que correspondería a la diferencia entre 1328 y 1366. Esa es su explicación.
» Por lo demás, en la oración se puede leer “Visita, quoesumus Domine…”, es decir, “Visita, oh Señor…”. Según me contaron, se solía rezar en la Catedral durante las horas canónicas, aunque se perdió ese hábito, aunque no está mal que aún se conserve en un lugar emblemático de la ciudad como es esta Puerta de Toledo.
– Abuelo, creo que ya va siendo hora de que nos metamos debajo para estar a la sombra y así nos explicas el resto.
– Por supuesto que sí. Lástima no poder subir a la parte de arriba, no ya por vosotros que seguramente querríais hacerlo, sino porque mis rodillas no podrían soportarlo.
– No se preocupe usted, don Juan José. Está muy bien lo que nos está explicando y además como tampoco arriba hay sombra, no podríamos estar a estas horas demasiado tiempo. –refirió la muchacha.
– Gracias, hija, por entenderlo.
Nos quedamos entonces a la sombra, dentro de la misma puerta, y allí nos indicó el rótulo donde se mencionaba la historia del monumento, invitándonos a leerlo para retener algo más de la información que habíamos escuchado de su propia boca. Frente a aquella información básica se hallaba una puerta que permanecía cerrada y que era el acceso a la parte superior. En ese momento, mi abuelo continuó con la charla haciendo referencia a los dos monarcas principales que había que destacar en relación con la propia Puerta, uno era con quien se construyó, Alfonso X, y otro con quien fue terminada tal como rezaba en la oración de la cara sur, Alfonso XI.
Sin embargo, nuestra curiosidad, la de Maite y la mía, nos condujo a preguntar algunas cosas más al respecto:
– Don Juan José. Estamos justo en medio de la puerta. Esta ranura que se ve, ¿no sería por dónde se bajaba el rastrillo que tendría antes?
– Así es, hija. Además, por la puertecilla que ves se accedía a la parte de arriba que era por donde se subía el rastrillo como bien has dicho. E igualmente a ambos lados se encontraban las torres vigía.
– ¡Cuánto sabes abuelo! Ahora ya sólo queda que nos expliques lo que hay a ambos lados del rastrillo por encima de nuestras cabezas.
– Eso, hijo mío, es más difícil de ver desde aquí abajo, pues los varios metros de altura que nos separan de ello apenas nos pueden mostrar los detalles que allí se mostrarían. Sin embargo, como uno ya anda entrado en años y sabía que tu curiosidad, y supongo que la de tu acompañante, no tienen límites, ayer me tomé la libertad de acercarme a la oficina de turismo donde me facilitaron una guía de Ciudad Real donde se muestra al menos alguna foto de lo que allí se ve.
– ¿Dónde se encuentra si puede saberse, don Juan José?
– Aquí a la sombra, estamos mejor. Si dirigís la vista hacia arriba encontraréis que las bóvedas radiadas a ambos lados de lo que era el rastrillo. Uno aparece en la cara norte, el otro a la cara sur, justo por encima de nuestras cabezas en estos momentos. En el primero de ellos, por los diferentes elementos regios que se contemplan, según los expertos, podría tratarse del rostro del mismísimo rey Alfonso X El Sabio. Mientras que los rostros o caras como fueron bautizados que aparecen en la clave de la otra bóveda quizá fuesen más propios de los hijos del rey, los infantes Fernando de la Cerda y Sancho IV.
– Entonces, don Juan José, ¿con esos detalles quizá se podría saber cuál es la fecha de comienzo de las obras de esta Puerta? –preguntó la joven.
– Así es. Que aparezcan estas caras en las claves de las bóvedas nos vendría a indicar de forma aproximada cuándo se podrían haber iniciado las obras de esta construcción. Hay que recordar que todo en aquella época iba mucho más despacio, por lo que, si comenzaron veinte o treinta años después de la fundación de Villa Real, tampoco sería muy descabellado, aunque para confirmarlo habría que consultar a un historiador experto en la materia. Mis conocimientos, señorita, no van más allá.
– No se preocupe, pues son suficientes para aclararme la duda.
– Blas. Hoy te veo especialmente callado. ¿Acaso conocías todos aquellos detalles que he contado y lo que también preguntó Maite?
– No, nada de eso, abuelo. Estoy simplemente escuchándoos a ambos. A ti, pues ya me esperaba todo lo que podías saber, y a Maite, pues no me equivoqué al decirle que nos acompañara. Me siento muy a gusto de oyente y no tengo nada que decir, aunque tengo una duda: si los artistas como los pintores o los escultores ponen su firma para que se sepan quien ha creado tal o cual obra, ¿en el caso de un monumento como este cómo se podría saber quién la llevó a cabo?
– Hijo mío, y yo que creí que andabas despistado. Esa es una de las últimas cuestiones que vamos a tratar antes de iniciar el camino de vuelta. Para eso vamos a mirar aquí a la derecha, donde aparece parte del lienzo de muralla y ahí os indico una cosa. –apenas transcurrieron unos segundos. ¿Veis aquí en esta piedra que hay una especie de triángulo y en aquella otra otro símbolo?
– Sí. –respondieron Maite y Blas al unísono.
– Eso se conoce como marca de cantero y, si nos fijásemos más en detalle, podríamos encontrar hasta siete marcas diferentes. Con ellas se identificaba la procedencia de cada uno de estos sillares. En este caso, por la dureza que, sobre todo, tienen los que se encuentran por aquí, corresponderían incluso a los muros de Alarcos, que tras su abandono fueron trasladados aquí para ser reutilizados. ¿Qué os parece?
– Me doy por respondido. Pero también dijiste que sería una de las últimas cosas que nos contarías de la Puerta. ¿Qué más se te olvidó, abuelo?
– Bien. Aprovechando que estamos en sombra que me puedo apoyar un poco, os diré que justo frente a nosotros, cuando se llevaron a cabo las obras de rehabilitación del monumento, hubo un par de paneles explicativos en los que se mostraban tanto las murallas de la ciudad al completo como la estructura que tendría la Puerta de Toledo en la actualidad si existiera. Desgraciadamente como no estaban convenientemente protegidas se echaron a perder y al final acabaron quitándose. No creáis que esta era la altura real de la Puerta, pues faltaría en la zona superior aquellas dependencias que servían para alojar lo que era el rastrillo y el cuerpo de vigilancia. Pero de aquello hace mucho tiempo que ya se perdió.
– Pues vaya, abuelo. Aquí no hay nada más que pérdidas. Es una auténtica pena.
– Y no sólo eso, sino que debido al material endeble con el que se construyeron las murallas, apenas tenían las puertas y los ciento treinta torreones que las componían, una función de separación entre lo que era el campo y la ciudad. Así, por esta Puerta cuando se accedía se debía abonar lo que se llamaba el portazgo, que antiguamente abonaban aquellas personas que transitaban por la ciudad o entraban en territorio del rey o de un señor. Eso aún se mantiene en algunas zonas de España, sobre todo cuando vais de viaje, al tener que pagar peaje por algunas autopistas.
– Muchas gracias, abuelo. Muchas gracias, don Juan José.
– Ha sido un placer estar tan bien acompañado, pero ahora como aún es temprano y comienza a hacer algo de calor, ¿qué os parece si nos acercamos a aquella pizzería y nos pedimos unos refrescos pues seguro que el agua que llevéis en vuestras mochilas no se podrá ni beber?
Ambos, con mirada cómplice asentimos. No hizo falta mediar palabra. Sin embargo, la mirada de Maite en ese momento mostraba algo más. No sabía aún el qué, aunque seguramente no tardaría mucho tiempo en averiguarlo.
MANUEL CABEZAS VELASCO
¡OS DESEO A TODOS QUE PASÉIS UN FELIZ VERANO A PESAR DE LAS TÓRRIDAS TEMPERATURAS QUE AHORA NOS TOCA SOPORTAR!
¡UN FUERTE ABRAZO!