Un relato de verano de Toni Bordon.- A la mansión de sir Arthur Pinkmoon siempre se llega aunque el camino hacia ella se pierda en la infinitud del páramo. Hacía años que se había retirado después del famoso caso que acaparó titulares, y por nada del mundo estaba dispuesto a abrirle la casa a un joven periodista inexperto que llevaba en la maleta una misión imposible. En parte, esa imposibilidad me hacía más fácil encararla. Ya llevaba en la cabeza el sonido del portazo apenas me identificara y revelara mis intenciones. También estaba en mi ánimo que uno de los criados me advirtiera de que mi presencia no era bienvenida. Incluso me vi bajo una lluvia de sal disparada por el mismo señor Pinkmoon, lo cual no me producía la más mínima preocupación. Al contrario, era pensar en esa posibilidad y me resultaba inevitable sacudir la cabeza con una sonrisa por tan absurda premonición. Así que ante la negativa como la probabilidad más lógica, solo tenía que desandar el camino y decirle a mi director que tal y como temíamos, el señor Pinkmoon, se negó en redondo a romper su voluntario cautiverio que llevaba con penitencial resignación desde lo ocurrido casi veinte años atrás… y su silencio. Que le diera las novedades al señor Lytton, el mandamás del periódico The rising sun, con más o menos detalles sobre el modo en que me había presentado sus airadas credenciales era cosa que aún debía experimentar. Era un no tan grande como uno de los ventanales, que de tan enormes aún a distancia podían adivinarse los contornos de los motivos que adornaban las vidrieras. Así que de misión imposible, nada. Cuando uno se dirige a acometer algo sabiendo de antemano su imposibilidad no le queda un átomo de frustración. El solo intento ya justificaba la valentía del empeño.
Así que aquí me encontraba yo. A pie, a apenas una milla de la casa que era como una peñón absurdo en medio de una llanura mecida por el brezo que el viento hacía ondear, lo que acentuaba la impresión de que la casa avanzaba o retrocedía según la intensidad con que soplara.
Pero debo comenzar desde el principio. Partí de Sheffield al amanecer del 7 de agosto de 1912 como así consta en mi cuaderno, en el primer tren con destino a York. El sol en Inglaterra es una bendición. Así que me resultó placentero que un cielo sin nubes me acompañara buena parte del trayecto lo que me permitió gozar de la verde campiña del condado y me hiciera dormitar por un buen trecho. La noche anterior apenas había dormido por lo que agradecí el calor del sol a través de la ventana del compartimento. Tenía un trabajo que The rising sun me había encomendado. Más exactamente, el señor Lytton. El director era un hombre colérico cuando se despachaba sus buenas pintas de cerveza y nos daba auténticos sermones sobre el futuro del periodismo, oficio que para él estaba destinado a ser uno de los poderes que manejarían el mundo a su antojo. Nunca dejaba de aludir a la guerra de Cuba como una victoria personal de Randolf Hearts y su periódico New York Journal que enervó a la opinión pública con sus informaciones de dudosa veracidad. Quería Cuba para los americanos… del Norte y con ese fin inflamó las páginas de su imperio periodístico. Los neoyorquinos le quitaban de las manos el ejemplar del día con la descarada mentira de que los norteamericanos residentes eran pasados a machete por mambises y campesinos ebrios de ron. El señor Lytton quería parecerse al señor Hearts, lo cual era imposible porque The rising sun era más bien un periódico modesto de Sheffield cuy impacto no iba más allá de las campiñas cercanas.
Al atardecer llegué a York. Antes de mi llegada me despertó un tremendo aguacero. Y bajo aquella lluvia persistente que me produjo cierto desasosiego, me dirigí hacia un hotel cercano a la estación para pasar la noche con la intención de partir al día siguiente a la casa del señor Pinkmoon. Los páramos de Yorkshire me eran familiares por la lectura de Cumbres Borrascosas, lo cual me hizo temer que con una casa en aquellos parajes, el señor Pinkmoon fuera un remedo del señor Heathcliff. Siempre he tenido cierta facilidad para hilvanar historias y casar cosas que nada tenían que ver entre ellas más allá de alguna nimia similitud. Por eso el señor Lytton quería que yo escribiese la historia de la reclusión voluntaria de uno de los aristócratas más renombrados de toda Inglaterra tras los trágicos sucesos que sucedieron en la casa que yo iba a visitar, muchos años atrás. El señor Pinkmoon salió exculpado del juicio, pero a partir de aquel día renunció a toda relación social y se recluyó en su mansión.
El día que el señor Lytton me eligió para tamaña osadía periodística, no andaba en sus cabales, porque se había tomado un par de pintas más allá de lo razonable. “Pero… ¿cómo… cómo puede un periódico como el nuestro atreverse a semejante disparate?” le dije. “¿Disparate? ¡Disparate es que yo me haga republicano!”. Me echó una bocanada de humo de su habano que casi me diluye en la niebla. “Dile a la señorita Alice que te extienda un cheque. Y regresa con carne, muchacho, si no te lo descontaré de tu sueldo”.